Eldric alza una mano, y el gesto basta para que, otra vez, el patio parezca contener el aliento. La lluvia cae a cántaros, tamborileando sobre piedra y metal, pero su voz —baja, grave, casi un murmullo— resuena por encima del temporal, como si alguien más, alguien muy antiguo, la estuviera repitiendo desde lo profundo de la tierra.
Tirada de magia de Eldric: 5, 4. Éxito.
Tirada de Salvación de Elijah: 1. Pifia.
La letanía es un arrastre de sílabas, un canto que suplica poder, y Kelemvor, juez imperturbable, lo concede.
No hay luz. No hay destello. Solo una presencia fría que se vuelca sobre el lugar… y entonces Elijah siente un ardor punzante en la frente, como si un dedo helado y afilado hubiera escrito sobre su piel.
El sacerdote sonríe.
Por primera vez.
Y no debería.
Sus dientes son negros como la brea que sangró de su herida.
"Quizás hayáis vencido aquí", dice con voz ennegrecida, "mas no saldréis con vida de esta torre, sucio sin-fe. Mi señor os ha visto… y donde él fija la mirada, la carne del injusto no halla descanso, sea héroe, villano o pecador disfrazado. Solo los que caminan en el equilibrio… viven."
Hace una reverencia mínima, casi burlona, y se desliza escaleras abajo hacia las entrañas de la torre, como si el propio suelo lo tragara.
Thorian se gira hacia Elijah. Lo mira. Y en su mirada no hay duda alguna.
"Te ha marcado. Es la señal de su dios… un juicio pendiente. En mi tierra hay hechizos así: no matan al instante, pero debilitan el espíritu. Debemos huir ya. ¡Proteged su cuerpo!"
Su tono es de certeza. Como quien ha visto esto antes… y prefiere no volver a verlo ahora.
Y entonces, en un contraste tan absurdo como propio del mundo, los dos lanceros que quedan se miran entre sí, sueltan las lanzas a la vez y levantan las manos con una sincronía digna de bailarines muy asustados.
"¡Rendición! ¡Rendición! ¡Por favor no nos comáis!", grita uno, con voz chillona.
"Sí, eso, por favor", solloza el otro. "Además… yo tengo muy mal sabor. No me lavo los pies desde…", hace cuentas con los dedos", desde la Fiesta del Grano".
"¡Y yo tampoco me lavo el…!", empieza el primero.
El segundo lo mira horrorizado.
"¡No digas eso, imbécil, igual así sí nos matan!"
Se abrazan como dos gatos mojados con armadura.
"¡Somos unos mandados! ¡No sabemos nada! ¡No queremos morir! ¡Ni ser comidos! ¡Ni hervidos! ¡Ni sazonados! ¡Ni nada que empiece por “marinar”!" grita uno, desesperado.
"¡Yo soy especialmente indigesto!", añade el otro. "¡Mi madre lo decía siempre!"
Y, por primera vez desde que empezó la lucha, el silencio que queda no es mágico.
Es solo… ridículo.
Pero útil: los enemigos se rinden.
Sin embargo, no hay tiempo para respirar. Del interior de la torre —desde las escaleras— empieza a escucharse un ruido de pasos apresurados. Metálicos. Múltiples. Un rumor que crece, como si la torre entera estuviese despertando para tragárselos.
Y, al mismo tiempo, a la espalda de Rachel, suena un clac profundo, ese sonido mecánico y pesado que no deja lugar a dudas: el montacargas ha llegado.
La puerta vibra con el golpe final del mecanismo, la cuerda se tensa, y el elevador queda ahí, abierto como una oportunidad. El tiempo se encoge.