Rachel
Thorian se sacude el agua del cabello y asiente con una media sonrisa canallesca.
"El bosque está a unos días al este", empieza, como si estuviera explicando algo evidente. "Normalmente haría noche en Valls, me tomaría una cerveza y dormiría en una cama que no huela a perro mojado… pero diría que esa opción ha volado por los aires, ¿no?"
Se cruza de brazos, mira al grupo y continúa mientras señala con la barbilla hacia el horizonte:
"Tenemos dos rutas: cruzar el puente anegado, que es una estupidez deliciosa, o bajar por el vado del sur… ese lleno de historias que empiezan por “nadie volvió” y acaban peor. Lo importante es llegar a Brumaverde, la última villa antes del bosque. Allí dormimos, reponemos fuerzas y, al amanecer, nos metemos entre los árboles."
Hace una pausa. Su sonrisa se afila.
"Y aviso por adelantado: no todo en ese bosque será amable contigo, Rachel", desvía la mirada hacia el resto, con una ceja alzada. "Los goblins del Rey Espino Negro tienen la mala costumbre de emboscar viajeros. Aunque, si se atreven con nosotros… bueno, será un buen calentamiento y una buena excusa para librarse de ése", murmura, señalando a Pizz con la barbilla.
Pizz
Pizz nunca puso un pie en Rawlinswood, pero su madre sí. Había nacido allí, un lugar donde la palabra “reino” no se refería a muros ni coronas, sino a claros ocultos, secretos que caminaban solos y un soberano que surgía entre las raíces como si el bosque hubiera decidido darle forma humana por capricho.
Ella era Verdorfilo, una subraza goblin moteada, ágil y silenciosa, hecha para trepar árboles imposibles y escabullirse entre ramas como sombras verdes. Las madres Verdorfilo eran figuras centrales en su cultura; los padres, algo anecdótico que solo servía para burlas o comparaciones desafortunadas.
De niña, la madre de Pizz escuchaba historias sobre el Rey Espino Negro. Y afirmaba —con ese tono que hacía creer la mitad y dudar de la otra— que lo había visto una vez. Siempre lo describía igual: alto, demasiado elegante para un goblin, con una capa de espinas que parecía moverse como si estuviera viva, y unos ojos en los que “había música”. No una metáfora. Música. Como si cada mirada suya fuera un acorde sostenido.
Decían que podía alterar su apariencia con un simple gesto, desaparecer entre las sombras del bosque y volver a asomar en otro lugar como si siempre hubiese estado allí. Nunca levantaba la voz. No lo necesitaba.
Las disputas con los humanos del bosque eran un tema recurrente en aquellas historias: pasos que no debían cruzarse, árboles que sólo podían tocarse en ciertos días, raíces que para ellos eran sagradas.
Los humanos del valle rara vez entendían esas normas; no por soberbia, sino porque los hombres del bosque seguían un calendario propio, extraño, lleno de rituales y silencios. Lo que para ellos estaba prohibido ese día, al siguiente podía ser celebración, y viceversa.
Y cuando un forastero rompía una de esas reglas sin saberlo —porque nadie explicaba nada— el Rey equilibraba el tablero: algún leñador desaparecía, algún objeto perdía a su dueño, algún recuerdo dejaba de pertenecer a quien lo tenía.
La madre también hablaba, con un escalofrío en la voz, de los gigantes más allá del valle. No eran gigantes de cuento, de esos que lanzan rocas o viven en torres. No. Estos eran “los torcidos”.
Decía que habitaban donde el valle se estrecha y la luz se vuelve extraña, como filtrada por un vidrio sucio. Que eran enormes, sí, pero crecidos de mala manera, con miembros desparejos y pasos lentos, como si su propio cuerpo les quedara mal puesto. Y que moverse entre ellos era como andar entre árboles enfermos que, de repente, deciden respirar.
Según ella, el Rey del Espino Negro negociaba con algunos, intercambiando secretos por pasos seguros, mientras que a otros los cazaba con frialdad y elegancia, como quien corta flores marchitas.
Las alianzas del Rey eran como él: misteriosas, cambiantes y siempre peligrosas para quien no entendiera las reglas del bosque.
Cuando la madre de Pizz alcanzó la edad, fue enviada con una caravana de jóvenes hacia el oeste. No era castigo ni exilio: las tribus goblin intercambiaban hembras para mantener los clanes vivos, revueltos y, sobre todo, imprevisibles. La caravana llegó a unas grutas húmedas cuyo eco amortiguado las hacía perfectas para goblins: allí, nadie tenía que escuchar a nadie más de la cuenta.
Allí conoció a Drek Narizgote, un goblin que parecía haber nacido fatigado: enclenque, resfriado y con la expresión permanente de alguien que contempla su propio final con resignación. Sobre el papel, sería el padre de Pizz. Nadie cuestionó lo práctico.
Pero también conoció, en aquellas mismas grutas, a un grupo que empezaba a ganar nombre: la Banda de Ozz. Eran jóvenes, rápidos, ruidosos y brillantes en ese modo caótico y creativo tan goblin. Ozz, su líder, era especialmente carismático.
Algunas madres Verdorfilo bromeaban diciendo que, si Ozz te miraba dos veces seguidas, lo prudente era preparar una cuna… por si acaso. Nadie afirmaba nada. Nadie negaba nada.
La madre de Pizz pasó meses allí, adaptándose a la vida subterránea y contando, en voz baja, historias del Rey Espino Negro. Algunos goblins se acostaban escuchándolas; otros fingían no oírlas, aunque al día siguiente citaban fragmentos sin darse cuenta.
Pizz creció lejos de Rawlinswood, pero las historias de su madre quedaron clavadas en él como espinas viejas. Nunca supo si eran advertencias, nostalgia o una especie de hechizo familiar. Y nadie en su tribu se preocupó por genealogías: los hijos eran de todos, los padres eran… una anécdota útil cuando tocaba inventar insultos nuevos.
Aun así, en ocasiones, algún anciano, al verlo moverse con esa mezcla de descaro y gracia, murmuraba para sí:
"Tiene maneras que no son de Narizgote… pero mejor no invocar preguntas que no queremos oír."
Y en Rawlinswood, aunque él nunca lo supo, el viento entre las espinas seguía llevando el nombre de su madre. El Rey del Espino Negro nunca olvidaba a quienes habían sido suyos. Ni a quienes nacían bajo la sombra de sus historias.