Las palabras de Rachel terminan de resolver la duda que aún aferraba a Milly por dentro. Algo en el tono de la barda —calma en medio del caos— hace que Milly inspire hondo, mire el destello entre los arbustos y decida acercarse.
El brillo es tenue, casi tímido, pero demasiado perfecto para ser natural. Milly se agacha, aparta unas hojas empapadas y ve el objeto con claridad: una burbuja, no mayor que una bellota, suspendida sobre la tierra como si no decidiera si pertenece a este mundo o no.
Dentro de ella, la realidad parece plegarse.
Un espacio diminuto, cerrado, que sin embargo contiene algo vasto: una mujer hermosísima, de piel tan pálida que casi parece translúcida, con un largo cabello oscuro que flota como si estuviera bajo el agua. Su porte es regio, solemne, y detrás de ella hay un fondo estrellado, un cielo sin horizonte, un universo en miniatura que respira.
Cuando Milly toma la burbuja entre los dedos, una voz entra en su mente sin atravesar el aire.
“Estáis en un grave peligro.”
La voz es fría y cálida a la vez, como un recuerdo que no es suyo.
“El Traidor… el que una vez sirvió a otro dios.”
Las estrellas detrás de la mujer palpitan, como si repitieran el mensaje.
“Hrólf, servidor del Adversario, no descansará hasta cumplir su misión.”
Milly siente cómo un escalofrío le sube por la columna. El nombre del viejo escaldo parece encajar de repente en un lugar demasiado oscuro.
La mujer continúa:
“Desde mi destierro he percibido la grieta que se abre en vuestro sendero. Por eso he tejido este fragmento de realidad para enviaros mi aviso.”
La burbuja vibra, como si la magia que la sostiene estuviera a punto de quebrarse.
“El lobo al que os enfrentáis…”
La frase queda suspendida un instante, buscando el peso adecuado.
“…no es como los otros.”
No muestra ninguna imagen. Sólo palabras, vertidas con una claridad casi dolorosa.
“Es grande, demasiado grande para su especie. Los hombros los tiene anchos, como si en otra vida hubiera llevado cargas humanas… o empuñado armas.”
Milly siente un escalofrío. La voz continúa:
“Su pelaje es irregular. En algunos tramos se desprende, dejando ver una piel pálida, enferma, agrietada por la humedad.”
La burbuja late con un pulso suave.
“Sus dientes… no encajan.”
Un susurro de desaprobación recorre la mente de Milly.
“Están torcidos, podridos en las comisuras, como si hubieran intentado copiar mal una forma que no era la suya.”
La voz baja un tono. Parece casi compasiva. O horrorizada.
“Cuando os mire, lo reconoceréis.”
Un silencio breve.
“Porque sus ojos no son de lobo. Son profundos, oscuros, llenos de súplica y de locura. Y detrás de esa locura…”
La sensación de frío se intensifica.
“Recordadlo: ese lobo no pertenece del todo al bosque. Ni al mundo de los hombres. Es… un vestigio. Una sombra que intenta recordar quién fue.”
La luz de la burbuja palpita, al borde de romperse.
“Mientras viva, la caza no terminará. Si muere, dejará de controlar el bosque”
En su palma descansa una bellota negra de obsidiana, tan perfecta que parece que la hubiese tallado una voluntad paciente e inhumana.
La luz del bosque se refleja en su superficie con un brillo aceitoso, casi líquido. Durante un latido, Milly no piensa en profecías ni advertencias ni dioses desterrados. Piensa en una sola cosa, instintiva, casi infantil:
"Esto debe valer una auténtica fortuna."
Y ese pensamiento—tan humano, tan terrenal, tan Milly—brilla por encima incluso del miedo que aún no ha tenido tiempo de sentir.