Todos
Elijah se mueve rápido, buscando la espalda del lobo que atenaza a Ronan. Suelta su filo y le hiere de forma cruel.
De fondo, una trompeta rasga el aire. El sonido llega claro, cortando el murmullo del bosque como un cuchillo. María entorna sus ojos ciegos, escuchando con atención.
Por la distancia y el eco reconoce el mensaje antes de que nadie más reaccione: alguien está acercándose.
A juzgar por la fuerza del toque, no deben de estar a más de una milla al norte.
Bori entra en pánico. El pecho se le agita, empieza a hiperventilar como si quisiera absorber todo el aire del bosque de una sola bocanada.
"El barón… el barón… ¡El barón!" balbucea, con la voz quebrada. "Y ese sacerdote más feo que el culo de una mula vieja…"
Mira en todas direcciones. Los gritos, el chocar de armas, los aullidos: todo le golpea a la vez. Y entre la humareda de su explosión, la culpa se instala como un clavo.
"Les he chamuscado… A los únicos que han confiado en mí… Nadie lo había hecho antes…" murmura, temblando.
Se acuerda de su madre imitando a Biri, burlándose de él: "Bori, ojalá fueras como tu hermanastro."
Se acuerda del barón: "Tu sitio es en los almacenes, gnomo. Donde no puedas hacer daño."
Y se acuerda de Milly. Milly, la descocada, como él la llama, que le había saludado con una sonrisa sincera. Y de los otros, que lo habían aceptado sin demasiadas preguntas.
"Y yo… yo lo único que hago es quemarles las enaguas…" se lamenta.
Se gira hacia Epírocles Tercero, su poni. El animal lo mira con compasión o con resignación; es difícil distinguirlo.
"Te quemé incluso a ti, querido amigo."
Bori aprieta los puños. Una determinación inesperada prende en sus ojos.
"¡Eso no puede ser, Epírocles! ¡Ya basta!"
Y de pronto actúa. Corre, tan rápido como pueden llevarlo sus cortas piernas, directo hacia Rachel. Esquivando ramas, cadáveres de lobos y brasas. En las manos sostiene una bomba gnómica distinta a las anteriores: una esfera pequeña, pulida, con grabados minúsculos que vibran como un tarareo metálico.
Cuando llega junto a ella, no se detiene a explicar nada. Le empuja el artefacto entre las manos.
"Láncela, señorita," dice con una mezcla de miedo, orgullo y una pizca de teatralidad. "Esta vez… esta vez quiero ayudar de verdad."
Y su voz tiembla, pero no de miedo. De decisión.