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Bori despierta como si alguien hubiera pronunciado su nombre dentro de su cráneo. Tarda unos segundos en recordar dónde está. El frío seco del desfiladero, el silencio demasiado tenso, el murmullo apagado de voces cercanas. Abre los ojos y ve a la Compañía en pie, reunida, cuchicheando. Nadie grita. Nadie corre. Eso es lo que más le inquieta.
Se incorpora con torpeza, los huesos protestando, y casi por reflejo mete la mano en el chaleco. El metal familiar de su pistola gnómica le devuelve algo parecido a la calma. No pregunta nada. Si los demás están así, es que algo va mal.
Delante, King y Bailey han avanzado un paso, separados del resto, inmóviles. El huargo gruñe, un sonido bajo, como si hubiera reconocido algo que no pertenece a este mundo de piedra y aire frío.
Entonces ocurre.
Del suelo, no exactamente del suelo sino de las capas más profundas, de donde la roca aún conserva un calor antiguo que no debería estar ahí, surge un soplo. No es viento. Es un aliento. Un vapor espeso se filtra entre las grietas, como si el desfiladero exhalara después de contener la respiración durante siglos.
La piedra se mueve.
No se abre. No se rompe. Simplemente… cede.
Y de ese vapor emerge una forma imposible. Segmentada. Articulada. Demasiado grande. Un caparazón oscuro, húmedo, cubierto de vetas brillantes como si la criatura hubiera sido pulida por manos pacientes en la oscuridad. Las patas se despliegan una a una, clavándose en la roca con un sonido seco, casi quirúrgico. El aguijón se eleva despacio, describiendo una curva perfecta, como si supiera que no tiene prisa.
El aire cambia. Huele a metal caliente y a algo viejo. Muy viejo.
Thorian da un paso al frente, ya con la cimitarra en la mano y el escudo levantado. Sus labios se curvan en una sonrisa tensa, forzada, la clase de sonrisa que usa cuando el miedo no tiene permiso para salir.
"Genial", bufa, sin apartar la vista de la cosa. "Justo lo que necesitábamos."
Pero antes de que nadie pueda reaccionar, el paso del norte —donde el camino se angosta hasta volverse una garganta de piedra— responde al primero.
Otro aliento húmedo. Otro vaho que brota de la roca como un suspiro enfermo. La piedra cede. Y de esa herida emerge otra forma, semejante a la primera, aunque no idéntica… como una idea mal recordada que insiste en repetirse.
El desfiladero, que hasta ahora había sido un simple corredor de piedra, revela su verdadera naturaleza: no un camino, sino una trampa paciente, esperando el momento exacto para cerrarse.
