Zsadist
Zsadist volvió a guardar el móvil en el bolsillo trasero de sus vaqueros American Eagle, gastados, comprados en alguna de esas tiendas de segunda mano a las que recurría cuando sus hermanos le decían que parecía un mendigo. Luego se deslizó por el apartamento como una sombra: una presencia silenciosa, sin saber muy bien qué hacía allí, pero arrastrada con la misma certeza con la que las sombras siguen a la luz que las crea, obedeciendo un guion que ellas nunca llegan a entender.
Zsadist llevaba tiempo siguiéndola, hostigándola en silencio, aunque en su mente retorcida prefería pensar que la protegía. Pero, ¿por qué? Al fin y al cabo, no era más que otra hembra, otra hija caída del Edén, marcada por la misma condena que las viejas mitologías cargaban sobre las mujeres: Pandora que desata los males, Eva que ofrece la manzana, Lilith que abandona el lecho por soberbia. Todas iguales, criaturas peligrosas disfrazadas de inocencia. Y sin embargo, allí estaba él, atento a cada hombre que se acercaba a Sally, calibrando sus gestos y midiendo sus intenciones. Si la cita quedaba en nada, no intervenía, pero en su fuero interno no dejaba de preguntarse si ella lo buscaba a él en esos cuerpos: siempre altos, de hombros anchos, con el pelo corto y un aire rudo que parecía un reflejo mal dibujado de sí mismo. Esa sospecha lo envenenaba tanto como lo mantenía encadenado a sus pasos.
La noche en que Sally —Katie, como él la llamaba en su fuero interno— llevó a uno de esos hombres a su apartamento, la sangre se le encendió.
Esperó el instante preciso. Cuando ella desapareció tras la puerta del baño, él se materializó dentro del salón como una exhalación helada. El intruso apenas tuvo tiempo de parpadear: Zsadist ya lo había atrapado del cuello, estampándolo contra la pared con una fuerza inhumana. Entre gruñidos, lo arrastró a patadas hasta el rellano, cada golpe impregnado de desprecio.
"Ni se te ocurra volver a acercarte a Katie" —escupió en un murmullo cargado de veneno, los colmillos asomando con amenaza.
El hombre, desencajado, salió huyendo escaleras abajo. Para Sally, al volver del baño, nada había cambiado. El aire quizá olía un poco distinto, como si la sombra de algo peligroso se hubiera disipado segundos antes. La habían plantado.
Y allí estaba esta noche otra vez, quebrando la promesa de no volver a acercarse a ella. Sentado a los pies de su cama, la miraba en silencio, con esos ojos oscuros como una noche en el infierno.
"Hola, Katie… ¿te acuerdas de mí?"