Miela no es una persona muy abierta. No es exactamente anti-social, pero tampoco le resulta fácil hablar con los demás incluso sin tener en cuenta sus problemas con el idioma. Pero eso no significaba que no le gustara contar con compañía, y éste era uno de esos momentos en los que se sentía algo más cómoda. Comía a su ritmo, bebía cerveza, y escuchaba la conversación en la mesa sin que nadie la molestara.
Ojalá todos sus desayunos y cenas fueran así. Tranquilas, pudiendo escuchar una conversación interesante, y disfrutando de una buena comida.
Aunque se había empezado a interesar por asuntos religiosos y, más concretamente, la deidad Ilmater, Miela no tenía ni idea sobre planos y dimensiones. Era vagamente consciente de ellos, ya que había recibido alguna lección al respecto de parte de los sacerdotes que le ofrecieron cobijo al llegar a Faerun, pero no sabía muy bien de qué iba el asunto y cuán lejos podía llegar. Viendo la apariencia de los recién llegados y la aparente facilidad con la que hablaban el idioma local, la soldado supuso que esas diferencias no debían ser tan grandes, al fin y al cabo.
Miela estaba a punto de llevarse una rodaja de tomate fresco a la boca cuando la puerta de la taberna se abrió de golpe, y por ella entró un orco al que no reconoció, aunque cualquiera que hubiera trabajo con los Suicidas durante unos meses sí que lo reconocería: se trataba de Mogo.
Mogo era un orco entrado ya en la cuarentena, y malamente. Estaba delgado, con más arrugas y cicatrices de las que normalmente tendría un orco a su edad, y vestía unas ropas viejas y más agujereadas que remendadas. No entró por la puerta con fuerza y arrogancia, sino cubierto de sudor y jadeando. Mogo se puso las manos sobre las rodillas mientras recuperaba el aire, y observó a los pocos clientes que había a estas horas en la taberna. No siendo aún ni mediodía, y teniendo en cuenta las costumbres de los mercenarios, no era de extrañar: a parte de algún viajero de paso y un grupo de mercenarios a punto de salir para una misión, o volviendo de una, no había mucha gente en el local. De hecho, cuando Mogo había visto la taberna en la lejanía, estaba seguro de que no encontraría a ningún imbécil al que camelarse.
Las buenas noticias eran que esta mañana había un grupo de gente con aspecto de mercenarios, y que claramente no tenían nada que hacer en ese momento.
Las malas noticias eran que Erdwan estaba entre ellos.
Camorro, el jefe de Mogo, no era un tipo discreto. Era astuto, cruel y francamente, un auténtico criminal. La etiqueta de mercenario era para él una simple tapadera que utilizar para ocultar alguna que otra barrabasada, aparte de un medio para conseguir dinero. Incluso como mercenario, no solía conseguir ese dinero de forma honesta, sino que tendía a poner por delante a otros mercenarios en las refriegas para no tener que arriesgar el pellejo. El caso es que hasta el momento había logrado evitar las consecuencias naturales de su mala praxis, si uno dejaba aparte que ningún mercenario veterano quería saber nada de jugar a las cartas con él.
Y Erdwan era uno de los que, como Mogo sabía, era consciente del historial de Camorro. Sin embargo, si tenía que elegir entre enfrentarse en palabras contra Erdwan, o ir a decirle a Camorro que no había logrado hacerse con un atajo de idiotas que enviarle... definitivamente prefería lo primero. Especialmente desde que Camorro había pasado un par de meses lejos del Cerdo Combatiente, dedicándose últimamente a la caza para ver si se le daba mejor que rebanar pescuezos.
Mogo se acercó con timidez a la mesa a la que estaban sentados los mercenarios. A los más curtidos los conocía al menos de vista, como a Traki y a Miela. Pero vio que había algunos muy jovencitos y claramente nuevos. Ésos... tenían potencial. De modo que ocultando el destello momentáneo que la oportunidad avivó en sus ojos, Mogo se detuvo a unos pasos de la mesa, y se inclinó hacia delante con actitud casi servil, doblándose hacia delante como un mayordomo y clavando los ojos en la superficie de la mesa. "Eeeesteeeee... disculpen... mi amo, el Gran Camorro, necesitaría de unas pocas almas valientes que lo ayuden a hacerse con un tesoro que ha encontrado en el bosque..."
Miela observa de reojo al orco.
No lo conoce de nada, y tampoco le suena de gran cosa el tal Camorro, pero su última experiencia con un pielverde no fue para nada agradable...