Milly
Calendor se reclina en su asiento con la satisfacción de un emperador sobre su trono. La arena ruge, el combate se desarrolla como si los dioses mismos hubieran escrito cada tajo y cada esquive para su entretenimiento personal. No hay azar aquí. Todo fluye según su diseño.
Y ahora, un nuevo placer. Un tributo debido. El Lucero del Alba reclama lo que le pertenece.
"Mira cómo el destino me sonríe, Margarett." Su tono es indulgente, casi magnánimo, como si estuviera a punto de concederle el honor de su vida. "No hay nada en este mundo que no pueda poseer. Ni la guerra, ni la magia, ni la política… ni siquiera la muerte, mi última conquista en ti."
Su mano se desliza por su cabello, una caricia que es una orden, un decreto inquebrantable, mientras observa la arena con la altivez de un titán que contempla su propia obra. Eurico lucha con la furia de un animal herido, Kildare juega con él como un gato con un ratón moribundo. La sangre aún no mancha la arena, pero lo hará.
Todo cae bajo su voluntad. Siempre lo ha hecho.
"Traga, furcia." Su voz apenas es un susurro entre el estruendo del combate, entre los gritos de la multitud pidiendo sangre.
Y ella lo hace.
Pero no de la forma que él esperaba.
El dolor llega primero como un relámpago, un estallido blanco y cegador que le hiela la médula, un segundo de incomprensión absoluta en el que su cerebro se niega a procesar lo imposible. La certeza le golpea con la brutalidad de un martillo de guerra.
No. No. No.
Su boca se abre, pero el grito se queda atrapado en su garganta, sofocado por el propio horror de la situación. El mundo gira. Su cuerpo ya no le responde. Algo caliente y pegajoso se desliza entre sus muslos, un torrente incontenible de sangre, orina y semen derramándose sobre la piedra fría del palco.
El Lucero del Alba se apaga en un charco de su propia humillación.
Un empujón lo arroja hacia atrás, un guiñapo de carne noble con los pantalones por los tobillos. La multitud sigue gritando, pero no por él. Nunca más por él.
Su obra maestra, su gran diseño, su reino de control absoluto… reducido a un amasijo de sangre y dolor.
Y mientras se desploma, su último pensamiento no es de ira, ni de venganza, ni de súplica.
Es la pregunta más simple y cruel de todas.
¿Cómo ha podido pasarme esto a mí?
Pero la respuesta llega con el dolor. Con la sangre empapando su ropa, con el calor viscoso escurriéndose entre sus piernas, con el hedor de su propia humillación. Y entonces lo entiende.
La rabia lo devora como un incendio en un campo seco. Su visión se nubla, su respiración se vuelve errática, pero antes de que el mundo se apague, alza la mirada y la encuentra.
Milly.
La perra. La arpía. La maldita muerta que nunca debió regresar.
El odio le estalla en la mirada, una llama que arde con la promesa de una venganza que ni el dolor ni la pérdida podrán sofocar. No ha terminado. Ni mucho menos. Ella va a pagar.
Tal vez no hoy, tal vez no mañana. Pero el día llegará.
El Lucero del Alba resurgirá del barro, y cuando lo haga, su luz solo brillará para reducirla a cenizas.
Milly no se detiene a mirar. No puede.
El rugido de la multitud sigue centrado en la arena, en el duelo que cada vez se torna más feroz. Los ojos del público están donde deben estar: en la sangre que está por derramarse entre Kildare y Eurico. Nadie repara en una simple espectadora que se desliza entre las sombras del palco, nadie nota la silueta que se aparta con paso firme pero ligero, moviéndose como un susurro entre el estruendo de la batalla.
El plan sigue en marcha. Nada ha cambiado, salvo su urgencia.
Milly sale del palco como si nada, la cabeza gacha, los hombros recogidos. Apenas una sombra más entre los sirvientes y los asistentes que van y vienen. Avanza con seguridad, pero sin apresurarse lo suficiente como para llamar la atención. Los pasillos de piedra están mal iluminados, el eco de los vítores y las armas chocando ahoga cualquier ruido que pudiera delatarla.
Sabe a dónde va. Busca la piedra y el hierro.
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Apenas un par de guardias patrullan los corredores interiores, pero están demasiado entretenidos con el combate. Uno comenta lo rápido que Kildare se mueve, el otro apuesta unas monedas a que Eurico no aguantará cinco minutos más. Ni la miran cuando pasa a su lado.
Más adelante, un par de puertas entreabiertas dejan ver espacios privados, lujosamente decorados para los dignatarios. Algunas tienen sirvientes dentro, preparando vino y comida, otras están vacías.
Y entonces, ve su oportunidad.
Un corredor lateral, más estrecho, más oscuro. Apenas transitado.
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Nadie se fija en ella cuando se desliza por él. Nadie ve cómo Milly desaparece en la penumbra, rumbo a las entrañas de la arena.