María, Bailey y Ronan
María acaricia con delicadeza el hocico de Trueno y le pregunta en voz baja cómo está.
Trueno resopla suavemente y mueve la cabeza con lentitud, respondiendo con sonidos equinos, breves y claros que María comprende con facilidad:
"Ahora bien. No pegan. Mejor así."
Golpea el suelo con un casco suavemente, mostrando inquietud al recordar:
"Antes malo. Muchas patadas, mucho grito."
Trueno sacude las crines satisfecho, concluyendo con otro resoplido:
"Así bien. Tranquilo ahora."
El sol de la tarde se desliza hacia el horizonte cuando María, Ronan y Bailey abandonan la posada, montados sobre sus monturas. El aire tiene un peso diferente fuera de la ciudad, más denso, cargado con el aroma de la tierra removida y la lejana promesa de lluvia. El crepúsculo tiñe el cielo de tonos ocres y púrpuras mientras cabalgan por el camino que se aleja de Daggerford, dirigiéndose hacia el este.
Las murallas quedan atrás, las últimas casas dispersas se desvanecen en la distancia y el sendero polvoriento se abre ante ellos, serpenteando hacia Secomber. El viaje es largo, y pronto los campos y colinas dan paso a las tierras que pertenecen a la Casa Vaeltharyn. Aquí, los árboles crecen más juntos, formando un dosel que oscurece la luz cada vez más.
Cuando el bosque de Ardeep se alza ante ellos, la niebla comienza a enroscarse entre los troncos como dedos pálidos. Es una niebla baja y espesa, que amortigua los sonidos y da al entorno una cualidad extraña, como si el tiempo se hubiera ralentizado. El canto de los pájaros se apaga, sustituido por un silencio expectante. Solo el crujido de las hojas bajo los cascos y el ocasional chasquido de una rama rompen la quietud.
De pronto, un sonido rasga la calma: un chillido agudo y largo, seguido de un batir de alas pesado, lejano, pero inquietante. Algo se mueve entre la niebla, una sombra sobre las copas de los árboles que desaparece tan rápido como apareció. Las monturas se tensan, sus orejas girando en todas direcciones. Valiente resopla, inquieta.
Siguen avanzando, más atentos, más alerta. El sendero se estrecha, obligándolos a avanzar en fila entre los troncos centenarios. La niebla lo envuelve todo, espesándose en algunas zonas como si tratara de ocultar el bosque mismo. Durante un par de millas que se hacen eternas, la única referencia es el propio camino y el sonido amortiguado de sus monturas.
Entonces, entre la bruma, algo se alza por encima de los árboles. Al principio, solo se distingue una forma oscura, casi fundida con el cielo crepuscular. Pero a medida que se acercan, los detalles emergen: una torre alta y esbelta, de piedra antigua, con muros cubiertos de enredaderas que trepan como venas sobre su superficie. Las ventanas están vacías de luz, oscuras como ojos ciegos observando desde las alturas.
Pese a su apariencia descuidada, la estructura no transmite abandono. Hay una extraña sensación de presencia en el aire, algo en la manera en que las piedras parecen resistir al tiempo, en cómo la niebla se disuelve justo antes de tocar sus muros, como si la torre misma la rechazara.

El camino termina ante una puerta alta de madera, vieja pero firme, con herrajes ennegrecidos por los años. El silencio del bosque es absoluto. Incluso el viento parece contener la respiración.