"Los hombres rata viven cerca del puerto," dice Kitty, alzando la voz lo justo mientras empuja la puerta del mausoleo. "Pero con un poco de suerte seguirán demasiado ocupados peleándose con la tribu fluvial. Llevan semanas con el hocico metido en esa guerra estúpida… ¡y eso que ninguno sabe nadar!" remata con una risilla felina.
El grupo echa un último vistazo al pequeño jardín y a las nubes sobre los tejados antes de adentrarse en el interior. La puerta de piedra se cierra tras ellos con un susurro seco.
Las escaleras que descienden desde el mausoleo son anchas, robustas, y talladas en una sola pieza de piedra oscura, desgastada por el paso del tiempo. El eco de sus pasos —y los potentes zarpazos de King— resuena como un tambor lejano. El huargo, del tamaño de un caballo pequeño, baja con calma pero con la cabeza agachada, atento a cada sonido.
Las catacumbas bajo Daggerford no son meros túneles: son verdaderos corredores repletos de historia. Los muros, decorados con antiguos bajorrelieves, muestran figuras de eruditos de tiempos pasados, rodeados de símbolos arcanos y textos en lenguas olvidadas. Algunos fragmentos brillan levemente, como si aún conservaran un eco de la magia con la que fueron esculpidos.
El techo abovedado se eleva lo suficiente como para que King se mueva con soltura. A lo largo del camino, pequeñas corrientes de agua cruzan por estrechos canales excavados en los laterales. En algunos rincones, hongos de luz tenue crecen entre las grietas de la piedra, proyectando un resplandor azulado que tiñe sus sombras de algo casi onírico.
A la derecha, Rachel se fija en una estatua medio caída que representa a una mujer en pose de rezo. Su rostro, desgastado por siglos de humedad, ha sido cubierto por raíces finas como cabellos. Ronan se detiene un instante frente a un mural que muestra la ciudad de Daggerford... pero no como la conocen: con torres que ya no existen y un puente que parece cruzar todo el valle.
Kitty, más adelante, les hace un gesto para que la sigan. Camina ligera, a veces girándose para asegurarse de que todos sigan con ella.
"Recordad: si escucháis un silbido triple y luego silencio… es hora de correr, eh. Pero de momento todo está tranquilito, como debe ser. ¡Vamos, que queda mucho túnel por delante!"
Y con eso, el grupo se adentra aún más en las entrañas de la ciudad, rodeados por piedra, historia… y algo que parece observarles desde la oscuridad.
Tras casi una hora de marcha, los pasos del grupo resuenan sordos en los corredores serpenteantes. Kitty, siempre unos pasos por delante, levanta una mano cada vez que el camino se bifurca, gira las orejas con gesto atento, olfatea el aire y señala con la cola la dirección correcta.
"Por aquí no," dice en voz baja, frunciendo el ceño. Aquí han pasado fúngicos con patas. Eso o alguien ha dejado queso demasiado tiempo al sol."
A medida que avanzan, los túneles van perdiendo su solemnidad. Las paredes están menos cuidadas, cubiertas de manchas de humedad, con algunas inscripciones casi borradas por el paso de siglos. El suelo se vuelve más irregular, con charcos de agua estancada y huellas de garras pequeñas. El aire es más denso, más vivo... más apestoso.
"Estamos entrando en territorio de los chiquitines," dice Kitty con tono casual. "Con suerte seguirán entretenidos peleándose con la tribu fluvial y no con nosotros."
Y entonces, al girar una esquina, se detienen en seco.
En una cavidad irregular iluminada por una lámpara de aceite que pende precariamente de una cuerda, tres hombres rata están tumbados sobre cojines viejos, completamente absortos en un juego de cartas. Las cartas, evidentemente hechas a mano con piel mal curtida, muestran ilustraciones burdas, pero… muy explícitas.
Una muestra una ratona con corsé de cuero y látigo. Otra, un grupo de roedores en poses que desafiaban tanto las leyes de la anatomía como las del buen gusto. La tercera carta que uno de ellos lanza con aire triunfal es una “Diva del Doble Gouda”: una ratona voluptuosa en corsé de encaje, reclinada sobre un queso gigante, con purpurina pegada que resaltan sus curvas imposibles.
"¡Toma! ¡La pongo encima de tus trillizas del Brie!" dice uno, relamiéndose los bigotes con aire triunfal.
"¡No puedes! ¡No puedes jugar una Diva sin lamerla tres veces y declarar tu intención!" grita el más bajito, con voz aguda y un parche tan torcido como su moral.
"¡Reglas de la casa!" añade el tercero, que lleva unas braguitas de encaje atadas al cuello como si fueran un trofeo de guerra.
Entonces los ven.
Las cartas se quedan a medio caer. El aceite de una lámpara chisporrotea, el silencio se vuelve espeso. King gruñe desde la sombra, como una bestia sacada de una historia que no acaba bien para los hombres rata.
Kitty carraspea, con una ceja arqueada y una sonrisa peligrosa.
"¿Estamos interrumpiendo una partida de 'Queso y Castigo', o justo os pillamos en plena merienda erótica?"
El del parche se apresura a esconder la carta que tiene en la mano bajo su trasero peludo. El más alto levanta las manos con cautela, aunque dos cartas se le han quedado pegadas al pecho sudoroso.
"Eh… esto… no es lo que parece…"
"¿No?" dice Kitty con voz dulzona. "¿No estáis jugando a 'Damas del Camembert'? ¿O al menos a una ronda rápida de 'Brisca de Gruyère'?"
El del parche se incorpora con una agilidad sorprendente para alguien que acaba de sentarse sobre una carta brillante y potencialmente pegajosa. Mira a Kitty, a King, y luego al grupo entero, sus bigotes temblando con desconfianza.
"¿Y vosotros qué hacéis por aquí, eh? Esta zona es territorio de la Tribu de las Algas Grises, ¿sabéis? Nadie pasa por nuestras galerías sin pagar el peaje correspondiente."
El más alto, que huele a queso rancio y lleva una camiseta que pone 'Yo sobreviví al festival del Roquefort', asiente con solemnidad mientras se quita una carta del ombligo.
"¡Eso! ¡Peaje o pata! Son nuestras normas desde el siglo pasado… o al menos desde que Tiorr el Apestoso perdió la nariz por una visita inesperada."
"¿Qué tipo de peaje?" pregunta Thorian, sin pizca de humor.
El del parche se cruza de brazos, haciéndose el interesante.
"Depende. Podéis pagar en oro, en objetos mágicos, en besos... o…" —se queda mirando a Kitty con una sonrisa torcidísima— "…podríamos inventar algo especial para vosotras."
El tercero, el de las braguitas al cuello, se echa a reír con un chillido.
"¡Podéis jugaros el paso en una ronda de Queso y Castigo! Pero aviso: soy invicto desde la muerte del Maestro Mozzarella."
Kitty se estira con desdén, cruzando los brazos.
"¿De verdad queréis jugar con nosotros… o queréis conservar los dientes esta noche?"
Los hombres rata se tensan. No están acostumbrados a que las visitas vengan con huargos del tamaño de un caballo y mujeres que no huelen a miedo. A uno se le cae una carta de entre las piernas.
El del parche traga saliva.
"Bueno… siempre hay tarifa de paso rápida si sois gente razonable. Un obsequio bonito. Algo… brillante."
Todos sus ojillos se giran hacia Rachel y Bailey, que huelen a dinero, poder y complicaciones.