Ronan
Cuando Ronan se inclina sobre el estanque, el reflejo no le devuelve su rostro, sino un torbellino de sombras. El agua se oscurece, toma un tono violáceo, como si el cielo nocturno se hubiese fundido con la tierra… y entonces, lo ve.
Un claro del bosque. Cenizas flotando. Llamas lamiendo los troncos. Y en medio de todo ello: ellos.
La Compañía del Unicornio… destrozándose.
Milly, transformada ya por completo, se lanza con uñas negras y mandíbula desencajada sobre Pizz. El goblin chilla con una mezcla de rabia y terror, pero no dura mucho. Milly le arranca la garganta con un solo movimiento, mientras sus ojos verdes brillan como carbones vivos.
King salta para proteger a Bailey, pero Elijah, con una mirada llena de desesperación y locura, se interpone con una lanza improvisada. Lo empala con fuerza, mientras grita algo ininteligible, con lágrimas en los ojos… y un segundo después, el cuerpo del huargo cae pesadamente. Bailey, cubierta de heridas, deja escapar un relincho agudo y, como último acto, se lanza con el cuerno por delante, atravesando a Elijah. Ambos caen juntos.
Rachel intenta detenerlos. Sangra por un costado, su hacha caída entre la hierba. Grita, suplica, busca con los ojos a María. Pero María ya no es ella.
La joven ciega avanza con paso firme, segura, casi solemne. Su venda, ennegrecida por ceniza y sangre seca, cuelga torcida sobre su cuello como si ya no sirviera para ocultar nada. Sus ojos ahora son pozos sin fondo, dos abismos negros sin pupilas, dos estrellas muertas devorando luz.
Tras ella… Esclavo.
Pero no su Esclavo.
Lo que camina a su espalda tiene forma de perro, sí, pero solo en la medida en que un espantajo hecho con vísceras recuerda a un espantapájaros. Su cuerpo está abierto en canal, las costillas expuestas como una jaula rota, su columna desnuda sobresaliendo como el asta de una lanza, y los tendones colgando en tiras como sogas empapadas. De su hocico brota un sonido entre jadeo y lamento… aunque no hay lengua. Solo baba negra, y un solo ojo colgando de un nervio sobre el hocico como un adorno grotesco.
María llega a Rachel por la espalda. No hay duda. La reconoce. La contempla. Le susurra algo al oído —palabras ininteligibles, distorsionadas, como un cántico de ultratumba—. Rachel se gira, lentamente, y la expresión en su rostro no es de miedo… sino de comprender la traición.
Y entonces, sin temblar, María le clava su bastón. Pero no un bastón cualquiera: el extremo estalla en llamas de un verde bilioso, que chisporrotean como grasa quemada, y se hunde con un crac húmedo entre las costillas de Rachel.
La punta asoma por el pecho, arrastrando un trozo de pulmón. La sangre no brota: explota en burbujas oscuras, salpicando la hierba y a Esclavo, que salta y lame con deleite. Rachel cae de rodillas, y su hacha vibra sola sobre la tierra.
Entonces la ciega sonríe. Su cuerpo no tiembla. El de Rachel… sí.
Entonces, algo silba en el aire. Un sonido seco, afilado, limpio. Como si la propia noche hubiera sido cortada por una hoja de justicia o de furia —o ambas—.
La espada de Ronan.
La hoja atraviesa el aire con una velocidad antinatural, impulsada por la rabia contenida, por la impotencia, por la culpa.
Por amor.
Cuando el acero toca la espalda de María, ya no hay marcha atrás. No hay misericordia.
La parte en dos como si su carne fuera mantequilla caliente. Desde el hombro hasta la cadera, el cuerpo de la ciega se abre con un sonido nauseabundo, un chasquido orgánico y húmedo, como un libro maldito cuyas páginas son vísceras y costillas.
Su sangre no brota, llueve.
Fragmentos de túnica, carne y hueso salpican el entorno. Uno de sus ojos, aún entero, rueda por el suelo, detenido por la punta del bastón que aún arde con una luz verde indecente. El cuerpo cae en dos mitades, pesadamente.
Esclavo lanza un gemido distorsionado, un sonido que podría ser dolor… o hambre… y se deshace en ceniza al mismo tiempo que el último hálito de su ama abandona el mundo.
Ronan respira con dificultad. Su pecho sube y baja. Su espada gotea. El rostro de Rachel sigue ahí, aún vivo en su mente, mirándolo con una mezcla de alivio y reproche.
El estanque vuelve a la calma. Silencio.
Y Ronan sabe que eso aún no ha pasado. Pero podría.
Muy fácilmente.