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Milly
Milly se acerca al estanque con pasos sigilosos, como si temiera que el agua pudiera reconocerla. El reflejo que le devuelve es el suyo… pero más pálido, más quieto, como si su propia imagen la midiera desde el otro lado de la superficie.
El agua parpadea.
Y cambia.
Primero, se ve a sí misma alzando una daga —Lacrimosa, sin duda—. Sus manos están firmes, sus ojos encendidos con un brillo entre la furia y el hambre. Pero no ataca aún.
La visión cambia.
Un camposanto cubierto de niebla, un montículo de tierra removida, una tumba sencilla abierta a golpes. Pizz, tiznado de ceniza hasta las orejas, se inclina sobre una pila de huesos grises envueltos en vendas antiguas, los ojos muy abiertos y temblorosos... pero decididos. Murmura algo —quizá una disculpa, o una grosería— y lanza una antorcha encendida dentro.
Las llamas se alzan, retorcidas, como si la tumba gritara sin voz.
Y entonces Milly comprende.
Vuelve a verse en la sala del ritual, Maergrath frente a ella, tambaleante. Su cuerpo de liche, poderoso hasta hace un instante, tiembla, se agrieta, como si el fuego distante hubiera roto su alma desde dentro.
Ella levanta a Lacrimosa. Y ataca.
La hoja se hunde en su pecho seco, y el liche estalla en polvo negro, como si su carne hubiera sido apenas un velo de ceniza que el viento barre.
Un eco de su grito se disuelve en el agua…
Pero el reflejo no termina ahí.
La escena cambia.
Milly ahora devora a un mago. Un hombre con ropajes exóticos, de seda bordada y anillos mágicos. Está arrodillado, suplicando. Ella lo abraza… y luego le arranca la garganta con los dientes, como si fuera pan tierno. La sangre empapa los cojines de un salón oriental, lleno de tapices y esculturas de marfil. Los sirvientes huyen sin saber si gritar o inclinarse.
El estanque vuelve a temblar.
Tercera visión.
Un bosque. Un claro. Milly está sentada en un trono de raíces y hueso pulido, envuelta en una túnica negra con hilos de plata, coronada por ramas trenzadas. A su lado, un elfo de rostro bello y mirada extasiada, vestido con ropajes nobles, la observa con devoción.
Frente a ellos, un ejército se inclina. Humanos, elfos, incluso goblins… todos reverencian sus figuras:
"¡Nuestra Reina! ¡Nuestra Señora del Lamento! ¡Nuestro Rey! ¡Señor del Espino Negro!"
La voz resuena como un himno antiguo, coral y poderoso, cargado de devoción y miedo. Como el viento que barre las llanuras tras una tormenta.
Milly no sonríe… pero su mirada brilla. Un fulgor contenido, como el de una estrella que sabe que ha conquistado la noche. Su postura es erguida, su porte imperial. El trono ya no parece un yugo, sino el lugar al que siempre perteneció.
A su lado, el elfo la observa con orgullo. Y en sus ojos, no hay duda.
Entonces, el agua vuelve a estar en calma.
Y Milly, de pie junto al estanque, sabe lo que ha visto.