Todos menos Rachel y Bailey
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El regreso a la celda es distinto. Algo en el aire se ha torcido, como si el mundo hubiera contenido el aliento en su ausencia. El cementerio no suena: no hay viento, ni insectos, ni crujidos de ramas. Los cipreses, rígidos y solemnes, parecen colocados por una mano cuidadosa que no permite el menor desorden. Incluso las tumbas parecen más ordenadas, como si alguien las hubiera alineado mientras ellos estaban fuera.
No es un silencio normal, es un silencio espeso, de esos que no se escuchan, sino que se sienten detrás de los ojos, como un recuerdo de algo que aún no ha ocurrido. María se detiene en seco. Milly huele la tierra y sabe que algo ha cambiado. Pizz murmura una broma que no se atreve a salir completa. Elijah mira al cielo, y la luna —hinchada, blanca, ajena— parece más cerca de lo que debería.
Entonces lo ven.
Bajo la luz lechosa de la luna, al fondo del camposanto, el enterrador está terminando una tumba. No cava, ya ha cavado. Solo alisa la tierra con una pala vieja, como si peinara el suelo para una visita importante. Lleva sombrero de ala ancha, pero nadie ve su rostro. Su cuerpo, flaco y torcido, parece una prolongación del terreno. Cada palada es un suspiro. Cada golpe, una palabra enterrada.
Y lo más extraño: hay una segunda pala clavada a su lado, esperando. Quietecita, paciente, como si supiera que alguien más ha de usarla. Como si supiera quién.
Nadie dice nada. No hace falta. El silencio ya lo ha dicho todo.