Todos menos Ronan y Milly
A medida que la mañana se adentra en el bosque al sur de Loudwater, la luz se vuelve incierta, como si temiese perturbar un antiguo silencio. La espesura se cierra poco a poco, sofocando el canto de las aves, apagando los colores. No hay caminos, ni siquiera senderos de ciervos: sólo claros húmedos como alientos de un mundo anterior, raíces gruesas como serpientes dormidas, y ramas que se enlazan sobre las cabezas como manos decrépitas orando en lo alto.
El grupo sigue un rastro. No es fresco, pero sí deliberado. Restos de piel curtida, ramitas rotas con un patrón apenas perceptible, y una línea de piedras dispuestas con intención. Marcas antiguas, talladas con cuidado. Thorian detiene su andar y murmura palabras en una lengua que no ha sido pronunciada en siglos. Reconoce los signos: protecciones antiguas, grabadas por los druidas de la era del primer musgo, cuando los árboles aún recordaban sus nombres verdaderos.
Entonces el bosque se abre.
Un claro se presenta como si respirase: rodeado de piedras y tocones carcomidos, y en su centro, una cabaña semihundida en la tierra, tan cubierta de verde que parece haber crecido sola, como un hongo sagrado. El techo brota de helechos y raíces; el aire huele a agua quieta y corteza herida.
Y allí, sin sonido, sin advertencia, sin gesto alguno... está él.
No emerge. No se revela. Simplemente existe, como una raíz expuesta por el paso del tiempo. Un hombre alto, enjuto, cubierto de musgo. Su piel está agrietada como la piedra bajo la escarcha. Del cuello le cuelgan líquenes secos, y sus pies desnudos pisan la tierra como si nunca hubieran conocido otra cosa. Sus ojos, hundidos en sombras, no parpadean. Y sin embargo, ven.
"Este no es día de mercado", dice con una voz que cruje como escarcha quebrándose sobre ramas muertas. "¿Qué habéis venido a pedir?"
Sus palabras no suenan como una bienvenida, pero tampoco como una amenaza. Son un acertijo. Un umbral. Una prueba.