Elijah
Elijah ya ha perdido la noción del tiempo.
O mejor dicho: el tiempo ha perdido la noción de Elijah.
Sus sentidos se han fundido en uno solo, una masa líquida de deseo, calor, ritmo y temblor. No distingue si lame un pecho o un muslo, si acaricia cabellos, caderas, o las escamas frías de la serpiente que lo envuelve como una diosa posesiva. Todo es cuerpo, todo es placer. Las formas se confunden, se deslizan, se cierran sobre él como una selva viva y sagrada.
La lengua de Serethys —delgada, larga, imposible— no solo recorre su piel: explora sus pensamientos, adivinando antes de que él pida, llevando su voluntad al borde de la rendición una y otra vez.
Cuando Elijah, sin pensar, se desnuda por completo.
Se recuesta como ante un altar, jadeante, el cuerpo tenso, expuesto, abierto al rito que ya no controla. No sabe a dónde se dirige… pero Serethys sí lo sabe. Ella guía cada gesto como una sacerdotisa, como si en lugar de copular estuvieran desatando un conjuro antiguo, uno que exige piel, saliva, espasmos y suspiros largos como letanías.
No hay una vez.
Ni dos.
Cinco, diez, veinte... ha perdido la cuenta. A estas alturas, no sabría decir si se trata de su resistencia o de algún hechizo velado entre los efluvios de las vasijas que burbujean a su alrededor con humos dulces, espesos, embriagadores.
El cuerpo le duele, sí. Pero más que dolor, lo que siente es rendición extática.
Tiene el rostro pálido, sudado, con ojeras profundas y la respiración entrecortada. Le cuesta enfocar. En algún momento, juraría que ya no hay una cola en Serethys, sino dos largas piernas cubiertas de escamas que se abren y se cierran sobre él como un santuario reptante. Quizá esté alucinando. Quizá no.
Ya no piensa en el portal.
Ni en sus compañeros.
Ni en su hogar.
Solo piensa en quedarse.
Con ella.
En ella.
Entre las raíces húmedas, los cuencos humeantes, las sombras danzantes del fuego y los ecos del bosque, Elijah ha dejado de ser un hombre. Esta noche, es ofrenda, amante y prisionero.
Y Serethys, satisfecha, sonríe.