Elijah
La lamia no responde con palabras. Solo lo observa, inmóvil en su trono de piedra, mientras Elijah se despoja de la ropa con una mezcla de osadía y temblor. Cada prenda que cae al suelo suena como un rito, como si marcara el ritmo de una danza que ya empezó mucho antes de que él naciera.
Sus ojos verdes no parpadean. Brillan con una luz interna, antigua. No hay lujuria vulgar en su expresión, pero sí algo más inquietante: un deseo que parece no tener fin. Como si no quisiera poseerlo… sino recordarlo para siempre.
Cuando él se atreve a tocar la cola, ella exhala un suspiro bajo, que parece surgir tanto de su garganta como de la tierra. El cascabel suena, apenas un tintineo, y la cola se enrosca lentamente en torno a su pierna, templada y firme, como una promesa que aún no ha sido pronunciada.
La flecha sin pluma roza su piel, y la lamia, en vez de retroceder, se inclina, como si le ofreciera el pecho en un gesto casi sacerdotal. Su piel tiene la suavidad de la seda mojada.
Elijah acerca los labios, pero ella no lo besa aún. No. Antes, sus dedos de uñas oscuras se deslizan por su mandíbula, su cuello, su esternón. Cada contacto parece saber exactamente dónde tocar para apagar toda memoria de otras mujeres.
Y entonces, llega la lengua.
Larga. Fina. Imposiblemente cálida. No se limita a rozarle los labios. La lengua entra, juega, rodea, y lo reclama como si le estuviera bebiendo el alma con placer.
El trono se convierte en lecho.
Las raíces del techo se mueven con la cadencia de sus cuerpos.
Los cuencos humeantes burbujean al compás del deseo que crece.
No hay jadeos ni suspiros humanos. Solo el murmullo de hojas, el crujido del musgo bajo la espalda de Elijah, y el canto sin voz del bosque que contempla el rito.
Esa noche, Elijah no forja un recuerdo. Se convierte en parte de una leyenda. Una historia de las que se susurran a los viajeros que duermen demasiado cerca de ciertas grutas, en bosques donde las lamias aún sueñan con amantes mortales.