Todos
María se acerca al arco de piedra guiándose por el eco tenue de la magia, por esa vibración sutil en el aire que solo ella percibe.
Extiende la mano.
La yema de los dedos roza la superficie rugosa, fría como un hueso enterrado.
Pero el portal está mudo.
No hay susurros.
No hay respuesta.
Solo piedra.
Dura. Silenciosa. Inerte.
María frunce el ceño. Intenta leerlo con lo que le queda: su instinto, esa chispa interior que aún arde, aunque a veces más como brasa que como llama.
Pero sus ojos no ven.
Y lo que siente es fragmentado.
Roto.
Falla.
Da un paso atrás, el rostro tenso, el gesto crispado de quien ya intuía la respuesta antes de intentarlo.
Entonces Thorian se adelanta.
Recorre el arco con la mirada, inspecciona las runas, los contornos, las uniones ocultas. Busca un patrón. Una lógica. Una cerradura.
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Pero no la hay.
El portal no se abre.
No emite sonido.
No respira.
"Está sellado" —murmura sin apartar la vista—. "No sabría decir cómo. Inténtalo tú", le dice a Milly, con una sombra de duda en la voz.
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Y mientras el grupo guarda silencio, María siente algo.
Un latido profundo.
Lento.
Como si la tierra misma empezara a despertar bajo sus pies.
El temblor crece.
No es violento.
Es rítmico.
Como los latidos de un corazón demasiado grande, demasiado antiguo.
Y entonces, el sonido:
Crac.
Crac.
Crac.
No son pasos.
Son árboles cediendo.
Raíces quebrándose.
El bosque que se rinde.
No ante el fuego.
Sino ante algo que siempre estuvo allí,
y que ahora se mueve.
Y tras los troncos vencidos, como si la loma diera a luz al horror de un mito olvidado, asoma la cabeza del coloso.
Los ojos, dos ascuas apagadas cubiertas de ceniza.
Antiguos.
Llenos de juicio.
De hambre.
De tiempo.
El cuello escamoso se alza y se curva por encima del portal, como un eclipse viviente que devora la cima.
María no lo ve.
Pero lo siente.
Su cuerpo responde al temblor como a una voz.
La sangre tiembla en las venas.
No es miedo.
Es reconocimiento.
La magia que lanzó no despertó un eco.
Despertó un monstruo.
Una que nunca debió oír su nombre.
Y entonces, dentro de su mente, sin permiso, sin forma, aparece la voz:
—Yo soy Vorthenax.
—El que duerme bajo la loma.
El que alzó la primera montaña.
El que vio abrirse el primer portal…
y el que verá cerrarse el último.
—Dime, hembra humana…
¿por qué debería respetar vuestro paso?