Bailey
En el claro incierto donde los árboles murmuran secretos olvidados,
Bailey alza su cimitarra y la luz del incendio se refleja en el acero como si el sol,
por un instante, se detuviera a mirar.
A su espalda, sus hombres callan.
Han entendido.
No hay palabras entre ellos. Solo aliento. Solo el roce de cuero tensado.
Y luego, la carga.
Bailey rompe el silencio con el primer galope,
su herida aún arde bajo la armadura,
pero el ardor se vuelve lanza, se vuelve cólera.
Dos hombres caen bajo su filo:
uno con el cráneo abierto como una vasija,
el otro con la garganta abierta,
su sangre golpeando los helechos como lluvia de otoño.
Los tatuajes de los salvajes parecen danzar mientras mueren,
pero no tardan en multiplicarse.
Ella sigue, pero sus soldados…
no.
A la derecha, uno de sus lanceros cae con el cráneo partido por la pezuña acerada del ciervo de metal,
que embiste como un dios furioso.
Su lanza ni siquiera roza la armadura.
El animal sin alma no relincha ni patea:
corta y aplasta, desgaja y revienta.
Otro grita mientras las jabalinas lo empalan una tras otra,
como si quisieran colgarlo en el aire para mostrarlo a los dioses.
Uno se arrastra sin piernas,
dejando un rastro de sangre donde antes hubo orgullo.
Sus ojos buscan a Bailey. No la maldicen.
Solo preguntan por qué.
Otro más, con la mandíbula colgando de un solo trozo de piel,
muere sin ruido, tragando su propia lengua como si fuera el precio de su silencio.
Y así, uno tras otro,
los compañeros de Bailey,
los que habían soñado con regresar,
son despedazados como bestias,
yacen en el barro como muñecos rotos.
Bailey, sola al fin, jadea.
Su caballo resopla, temblando.
Sus ojos brillan con furia, pero también con pena.
No hay refuerzos.
No hay gloria.
Solo restos.
Restos de los suyos.
Restos del pasado.
Restos de la esperanza.
Y frente a ella,
entre el humo y el acero,
Namirad observa.
Sin decir nada.
Como si la batalla fuese un lenguaje que solo ellos dos comprenden.
Entonces, cuando aún crujen las ramas bajo el peso de los muertos,
cuando la sangre no ha tenido tiempo de secarse sobre las hojas,
resuena otro rugido.
No es un rugido de bestia.
Es el lamento del bosque al prenderse en llamas.
Un gemido vegetal que asciende al cielo como una plegaria rota.
El fuego de Elijah ya ha alcanzado los árboles del valle,
y el humo denso se extiende como un presagio,
cubriendo las copas y el sol,
trayendo la noche antes de su hora.
A lo lejos, por encima del estruendo,
los cuernos del norte alzan su bramido final.
Un llamado.
Una señal.
El ejército del hielo,
el mismo que había pisado los campos con botas de hierro,
que había profanado templos,
y quebrado estandartes…
retrocede.
Las barcazas esperan en la costa como cuervos sobre la espuma.
Una a una,
las huestes se repliegan.
El mar abre su abrazo oscuro.
Y el norte vuelve a perderse tras las olas,
a días de distancia,
a generaciones de olvido.
Y entre el olor de la resina quemada y el zumbido de las moscas sobre los cuerpos,
Namirad se acerca.
Su silueta es la de un rey sin trono,
la de un recuerdo que se niega a morir.
Sus ropajes, aún manchados del combate,
se mueven con la dignidad de los antiguos.
Y sus ojos…
sus ojos son la herida que no sangra,
pero tampoco cierra.
Tiende la mano hacia Bailey.
No como enemigo.
Ni siquiera como amante.
Sino como quien ofrece destino.
"Ven", dice,
y su voz es suave como el hielo fino que cubre los lagos antes del deshielo—.
"Ven conmigo.
Al hogar de los míos.
Al fin del mundo.
Juntos… prepararemos la conquista."
Y sonríe.
Pero no es una sonrisa plena.
Es una grieta,
un reflejo.