La Asamblea ante las Murallas de Skjornhavn
María, Elijah, Ronan, Emilio, Rachel y Pizz
El viento del norte corta la mañana como una daga hecha de suspiros. Frente a las murallas ennegrecidas del campamento enemigo, mientras la nieve cruje bajo las botas y el humo de las fogatas asciende en espirales grises, los comandantes de Vadravia se reúnen. No lo hacen en tienda de campaña ni en sala de piedra, sino al aire libre, bajo el cielo gris de los dioses antiguos, como corresponde a quienes ya han probado el filo de la muerte.
En el centro, de pie sobre un promontorio de tierra congelada, está María de Torrwyg, la mujer a quien siguen todos.
No es reina. No tiene sangre real.
Nació en una granja de Torrwyg, un valle fértil al sur del Fiordo del Ganso, célebre por sus patatas rojas de cáscara áspera y corazón dorado, tan sabrosas que los reyes de antaño ofrecían sal y plata a cambio de un saco. Los hombres de allí son duros y honestos. Las mujeres, más aún.
Y fue una de ellas —una niña que cargaba sacos más grandes que su espalda— quien, a los quince inviernos, cruzó el pantano prohibido de Hvermundr y halló la Espada de Piedra, clavada en una roca negra como la noche sin luna.
Muchos la habían intentado arrancar. Algunos murieron al tocar su empuñadura.
Ella la sacó con una sola mano.
Y la hoja, al ver la luz, ardió como un atardecer de otoño sobre el hielo.
La espada se llama Skarnjaal, la Llama de los Juramentos.
Forjada, dicen, por los dioses del principio en la Era del Musgo.
Otros aseguran que no fue forjada, sino nacida del corazón de un cometa que cayó a la tierra cuando el mundo aún se tejía en las barbas de los titanes.
Cuando la reina supo lo ocurrido, no vaciló. Le otorgó a María la Baronía del Caracol, llamada así por las extrañas colinas en espiral que protegen su capital, Bryngaarth, una ciudad construida alrededor de una universidad arcana excavada bajo tierra: el Círculo del Espiral Sabio, donde los ríos fluyen hacia abajo y las estrellas se estudian desde cuevas. Allí fue tutelada por el archimago Alvindel el Pálido, un hombre que habla con los ecos del tiempo y que no ha dormido en tres siglos.
Con el paso de los años, las gestas de María se esparcieron como fuego en pradera seca. Y con ellas llegaron los héroes.
Primero fue El Portador, que sostiene el estandarte negro cuyas runas sólo pueden leerse al morir.
Luego El Sabio, custodio de lenguas perdidas y pactos olvidados.
La Doncella de Hierro, que no teme al tacto del acero ni al de los hombres.
El Bufón, que se ríe en la cara del abismo y baila sobre los huesos.
El Valiente, cuyo nombre verdadero nadie recuerda, pero cuya presencia quiebra lanzas.
El Consejero, antiguo espía de la Corona, conocedor de todas las traiciones y aún más leal por ello.
Y al final, cuando ya parecía que ningún otro se uniría, llegó Espinocho.
Un hada de piel negra como el azabache, ojos verdes como helechos en sombra, y cabello blanco como la espuma del lobo de invierno.
Espinocho el Duelista, nacido en los bosques de Kaervir, último de los feéricos. Se dice que su aliento lleva consigo la arena de los sueños. Si sopla sobre un enemigo, este cae dormido, atrapado en pesadillas dulces como opio.
Ningún espadachín en el continente puede igualarlo. Su hoja nunca ha tocado dos veces el mismo pecho. La primera basta.
Y más allá de las dunas, muy al sur, cuando la oscuridad creció como un pozo sin fondo, se firmó la Alianza de los Ocho Pétalos con la nación de Sum’uruna, la tierra de bronce y arena. De allí vino su princesa: Bailey, heroína del desierto, que dicen los cuentos cabalga tigres dorados y lucha con cuchillas curvas que cantan en el aire.
Ahora, todos ellos están aquí, bajo el cielo que presagia guerra. Mirando las torres del enemigo, de cuyas gárgolas cae aceite hirviendo como sangre de bestias sagradas.
Frente a las murallas, junto al foso de brea encendida, la Comandante María escucha en silencio. Sus ojos no tiemblan. Su espada respira, ardiendo muy lentamente. Y los demás saben, sin que lo diga, que el asalto comienza con su paso.