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(Tirada pasiva para Rachel)
Mientras Rachel extiende su bolsita de cuero, el peregrino asiente en silencio y deja caer con cuidado el colgante dentro. El leve sonido del hueso al tocar el fondo parece resonar más de lo que debería. Nada mágico, pero el mundo se detiene un segundo.
Y entonces, sin tocarlo siquiera, Rachel siente.
No una voz. Muchas.
Un puñado de historias le golpea el pecho, breves y sin orden, como retazos de sueños:
Una muchacha de Amn que vio caer a su hermano por la peste y ofreció su alma para que no muriera solo.
Un soldado de Rashemen que enterró a los suyos en una caverna helada antes de prender fuego a todo.
Una madre de Calimport que caminó cuarenta días detrás del cadáver de su hija hasta llegar al mar.
Un ladrón de Aguasprofundas que se entregó voluntariamente a la Compaña para no delatar a su amor.
Una aprendiz de clérigo que murió sin fe, pero con una canción en los labios.
Un niño que sólo quería encontrar al perro que se le perdió durante un saqueo.
Todos vivos en ese instante dentro de ella. No con palabras, sino con sensaciones, imágenes, finales sin cerrar.
Rachel parpadea. El bosque le parece más lejano, los amigos a su lado menos definidos. Solo la procesión, esa marea muda, la llama.
Un deseo irracional e intenso se apodera de ella: abandonarlo todo, dejar la misión, dejar sus nombres, su historia. Perderse en los caminos. Caminar sin rumbo, recoger lágrimas, ver morir ciudades, escuchar el viento, ser testigo sin nombre ni pasado.
El amuleto pesa ahora en su bolso como si pesara lo mismo que la luna.
Y el mundo, por un instante, parece haber cambiado para siempre.
La voz de Elijah rompe el hechizo.
"No, no, no... gracias por su ofrecimiento, pero mejor no aceptarlo, ustedes parecen necesitarlo más. Vamos, Rachel, ya te hablaré de Felipe, pero te diría “què cona fas”, así que mejor seguir nuestro camino ya, se puede hacer tarde.
El peregrino, sin embargo, no parece molesto. Ni sorprendido. Ni nada. Como si Elijah no estuviera allí. De hecho, ninguno de los cuatro les devuelve la mirada. La Santa Compaña simplemente empieza a caminar. No con urgencia, sino con esa solemnidad de los ritos que llevan siglos haciéndose igual. Uno tras otro, los penitentes desaparecen entre los árboles, envueltos en túnicas oscuras y silencio.
Rachel da un paso. Solo uno.
Sus botas crujen sobre las hojas húmedas del sendero, y durante un segundo su cuerpo parece más liviano, como si estuviera a punto de dejar de ser parte del mundo y convertirse en eco, en memoria, en sombra marchando hacia la nada.
Pero entonces su mano, como movida por una voluntad más antigua que la suya, afloja la bolsa de cuero.
Cae.
No con violencia. Solo cae, como si no tuviera peso, como si llevarla fuera lo que realmente dolía.
La pequeña bolsa aterriza con un sonido sordo en el suelo, y Rachel pestañea.
El aire se le llena de golpe con la humedad del bosque, el olor del arroyo, la cercanía de los suyos. Siente de nuevo el roce de su capa, la hebilla del cinturón, la tensión en los hombros.