María
María da un paso adelante, empapada, sin apartar la vista de los lobos.
"¿Qué queréis de ella? ¿Quién os lo pide? ¿Dónde? No vamos a entregarla. Ni dejarla sola."
Las bestias no responden al instante. Sólo la llovizna. Sólo el bosque conteniendo la respiración. Entonces varios lobos levantan el hocico a la vez, y la misma voz —esa voz que María ya ha escuchado antes en la garganta de un loco— sale de muchas fauces a la vez.
"No queremos su carne… Queremos el fin de la llave antes de que abra la puerta."
Los ojos amarillos parpadean, desincronizados, como si cada lobo dudara de ser él mismo.
"Entregad a la amazona… y seguid vuestro camino. Marchad al este si lo deseáis. Más allá del Vado de Cárpatos, hacia la tierra hundida donde moran los servidores del Rey del Espino."
Todos
Un silencio brutal se derrama sobre el claro. Bailey mira alrededor, como si por primera vez comprendiera su lugar exacto en el tablero. Algo en su rostro se afloja, algo se tensa. No parece asustada: parece abrumada por una pieza de información que no encaja en su alma… pero que la reconoce.
Hace una inspiración larga, pesada, casi ritual.
"Sea lo que sea por lo que que me quiere… no lo obtendrá sin hablar conmigo primero."
La frase es suave, pero suena a desafío.
María
Al pronunciarla, los lobos retroceden un paso, como si un golpe invisible los hubiera atravesado. Empiezan a gruñir, no como animales, sino como alguien atrapado dentro de ellos, furioso, intentando arrancarse un pensamiento.
Una voz múltiple, rajada, estalla en un grito desgarrado:
"¡Señora… sal de mi cabeza!"
"¡Sal!"
"¡Sal…!"
Los lobos caen momentáneamente en un caos, moviendo la cabeza, golpeándose contra el suelo húmedo, como si intentaran expulsar una presencia que los supera.
La llovizna sigue cayendo. Bailey permanece firme. Y el bosque, por un instante, parece contener la respiración por respeto o por miedo.
