Zsadist
Zsadist se quedó quieto en el umbral, la Glock baja, colgando floja de la mano. Por fuera, la cara de piedra; por dentro, un ruido insoportable. Cadenas, huesos, piel marcada. Igual que él. Igualito.
Se obligó a dar un paso dentro, el olor a óxido y sangre rancia pegándosele a la garganta. Los cuerpos encogidos en las camas parecían sombras a punto de disolverse. El rezo repetido, mecánico, como un clavo entrando lento en la sien, le recordaba lo que nunca había dejado de ser: un esclavo con las marcas aún calientes.
Por un momento se vio ahí, en esos colchones húmedos, con los tatuajes ardiéndole, la mirada perdida y el alma rota. Y pensó —aunque no lo dijo— que si alguien lo hubiera dejado así, hubiera preferido un disparo en la cabeza. Un descanso definitivo. Porque arrastrar esa existencia era peor que la muerte.
La imagen de Katie le atravesó como una daga. Su voz, su respiración tranquila, su confianza absurda. Y luego sus ojos al final, la incomprensión antes de apagarse. Él había sido su verdugo, su monstruo, y la prueba viviente de que no se podía proteger nada, de que todo lo que tocaba se convertía en ceniza.
Apretó la mandíbula hasta que le crujieron los dientes. Por fuera seguía impasible, casi burlón, como si nada le afectara. Pero por dentro el torbellino lo arrastraba: culpa, rabia, una carcajada rota que no llegaba a salir.
“Joder…” murmuró al fin, escupiendo al suelo, sin mirar a nadie en concreto. “Y aún dicen que existe la piedad.”
Se apoyó en la pared, como si la piedra pudiera contener la tormenta. No era compasión lo que sentía. Era el asco de reconocerse.