ElRondadordelaNoche Se agradece, aunque uff esa web me ha intentado descargar 3 .exes antes de dignarse a darme el pdf, y encima veo que es imagen sin texto seleccionable/buscable... Voy a copiapegar el mío, que de paso prefiero que esté en algún sitio accesible/encontrable públicamente, y los dos últimos foros en los que estuvo han cascado 🤣 🤔 ¿Coincidencia?
[Versión extendida de la publicada en la edición de mayo de 2014 del concurso de relatos del foro Meristation. Condición: “La historia debe estar ambientada en África y haber algún elemento sobrenatural.” ]
Era impensable (ahora he perdido esa palabra) que las nubes estuvieran habitadas por las Montañas de la Luna. Pasaron treinta años desde que John H. Speke tocó las fuentes del Nilo, tan cercanas, hasta que un europeo siquiera viese la cordillera. Y estaba justo ahí, siempre había estado aquí, siempre habrá estado aquí, siempre estará…
Tal atribución modernista es falaz: mis manos han sostenido un mapa en el que Hiparco de Nicea ya dibujó tres lagos en el nacimiento del Nilo. He leído a Ptolomeo referir los Selḗnēs Óros, luego llamados Montes Lunæ, luego Ruwenzori. Dos milenios les separan de nuestros falsamente novedosos hallazgos; semejante dislocación parece ahora un augurio. Acercándose el fin, siento más propio, más real, el nombre que los Baganda dieron a aquellos montes: Gambaragara, "mis ojos duelen".
En cuanto a mi nombre, fue Linwood Lyall por última vez en vuestro 1899. Me movía la misma sed de aventura que a tantos de mis semejantes; me excusaba la antropología. Pasé el otoño en la base de la cordillera estudiando a los Amba, cuyas singularidades obviaré (no fingiré recordarlas, tan pueril e inhumanamente sarcástica como se me antoja ya toda divergencia cultural). Entrado noviembre, noté que uno de los negros tenía la tez ligeramente aclarada, acaso amarillenta, y una protuberancia labial reducida. Consulté con la tribu, descarté una posible enfermedad, y supe que era un hombre reservado cuya madre no había nacido entre ellos.
El negro eludía toda indagación en torno a sus difuntos padres. Al cabo de unos días, insistiéndole sobre el origen de su madre, me indicó que le siguiera.
Se negó a hablar mientras me guiaba montaña arriba. Pasamos la noche al raso, y a la tarde siguiente se detuvo ante un acantilado. El negro señaló una hondonada en otro monte, entre neblina y vegetación. Dio media vuelta y desanduvo el camino (supe luego que, tan pronto regresó al poblado Amba, partió hacia el sur con sus herramientas y su esposa). No sin recelo, decidí seguir su indicación.
Me acuciaba el ocaso, y el hambre y la soledad. La perpetuamente ruidosa selva se mostraba más y más callada; mi respiración me cercaba. Anhelaba indicios de humanidad no ya en pos del descubrimiento, sino para ahogar la idea de ser la única persona.
La hondonada entraba en una grieta rocosa. Mi lámpara iluminó una formación que no podía ser geológica, un relieve que brotaba un palmo desde la pared más vertical y lisa. Era un gran círculo: desde el suelo hasta mi barbilla. En su centro albergaba un bajorrelieve también circular: la dimensión inversa de un plato de cena. La circunferencia de ambos y su concentricidad, perfectas a ojos vistas. Acabé por asimilar que no era talla en el muro, sino una ancha rueda adherida a él con precisión. Sabiendo a los Amba incapaces de labrar piedra en tal escala y exactitud, me precipité en imaginar el apellido Lyall envuelto en gloria, en asumir el descubrimiento de una civilización extinta ―milenaria, acaso prehelénica―.
Y, sin embargo, la madre del negro provenía de allí.
¿Por qué me apoyé en la hendidura central? ¿Por qué intenté mover la rueda, inmensamente pesada como aparentaba? No me urge justificarlo ante un lector cuya opinión desoiré en mi muerte, sino ante las sempiternas pesadillas que me devuelven allí. A ratos, finjo que me llamaban la curiosidad, la aventura, la gloria… Después, la lucidez confiesa que esas palabras no me llamaban; me empujaban: Darwin conjuraría una innúmera progresión de mis ancestros, enfrentados a una misma progresión de pruebas, y cada prueba favoreció a los ancestros que más se aproximaban a esas y otras palabras, y así llegaron hasta mí, esculpido por la eternidad. Deploro pensar que pude haberme marchado; pensar que nunca tuve elección es el reflejo de la misma angustia.
La piedra cedió sin apenas esfuerzo o fricción, porque debía hacerlo. Rodó a un lado y mostró la caverna que cubría, y que invadí sin prudencia. Era un cilindro oscuro cuya única imperfección procedía de lo granuloso de la roca. Ésta crujía con levedad, lejos.
Aunque creía acercarme al origen del sonido, permanecía siempre a la misma distancia; se me antojó la noción de que el túnel estaba siendo excavado en cada instante, a medida que avanzaba agachado por él. La respiración comenzó a hacérseme dificultosa; no por un ambiente enrarecido, sino por la viva impresión de que el aire me estaba siendo succionado de los pulmones. Controlar mis piernas y brazos se hizo arduo, hasta que me acostumbré a que cada miembro tendía a moverse de un modo diametralmente opuesto a mi voluntad. Juro que vi la llama de mi lámpara apagarse y encenderse tres o más veces en el mismo segundo. Sólo entonces noté que el túnel describía una leve inclinación ascendente.
Llegué ante otra rueda que moví con urgencia, por mi mente flaqueante y porque había oído pasos en la oscuridad a mi espalda, por encima del pétreo rumor. Mi cuerpo recobró la calma. Entonces entré en Agartta.
Debo puntualizar que yo asigné ese nombre a la ciudad subterránea, animado por el homónimo reino que soñó Saint-Yves d'Alveydre y que controla el destino del mundo. Nunca supe su denominación original, ni parecieron saberla sus habitantes. De estos, algunos me dieron la bienvenida con familiaridad. Había negros, caucásicos y orientales; la mayoría correspondía a alguna mezcolanza. Vestían harapos o nada, se hallaban en frugales y penumbrosas estancias delimitadas por caliza: habitaciones, nichos, pasajes en los que vanos y escaleras y fosos carecían de función aparente salvo la de infligir laberintos; formas excavadas y redondeadas por herramientas (pero las que creí unas columnas talladas eran formaciones sedimentarias). Algunos techos exigían reptar bajo ellos mientras que otros eran bóvedas de catedral.
Me alivió, y luego alarmó, que algunos de los residentes hablasen inglés, aunque usando dejes y expresiones singulares. Acepté sus ofertas de sustento y descanso. Al despertar, un hombre alto me mostró estancias circulares colmadas de vegetación y humedad; en el centro de cada una, un orbe de tacto suave emanaba calor y un resplandor anaranjado; en el techo, gotas de agua se filtraban confusas en vibraciones que me recordaron a mi lámpara. Quería hacerles tantas preguntas que aún no alcanzaba a ordenarlas. Opté por salir de Agartta para regresar ipso facto con mi equipo fotográfico y enseres.
Salir por el estrecho corredor fue menos trabajoso, perdida la turbación de lo desconocido; me aturdió, sin embargo, percibir la misma pendiente hacia arriba al desandarlo. Al llegar a la hondonada tuve a bien cerrar la rueda, y el sol de mediodía cayó sobre mí amordazado por niebla. Según mi reloj, aún no debía de haber amanecido.
Llegué de vuelta al poblado tras otra jornada entera. Los Amba, pese a mis protestas, insistieron en que mi ausencia no había durado más que escasas horas. El hombre que me había guiado estaba ausente pero regresó un día después: se afligió al verme, y dijo que acababa de dejarme entre las montañas. Fue la última vez que lo vi.
Volví a Agartta, y sus habitantes no me reconocieron. Al cabo de arduos ensayos, terminé por descartar toda explicación posible salvo la verdadera: en Agartta, el tiempo transcurre en sentido inverso al nuestro. Aún transcurre, indudablemente, décadas después de que la visitase por última vez, décadas antes de que recibiese mi primera visita. Seguirá transcurriendo, inevitablemente, hasta su fundación en un futuro que no podemos siquiera considerar… El hombre alto me dijo su edad, y he contado los inviernos en el exterior: hace dos de mis años que él habrá nacido. Y ahora no es nadie, ni un destello en el ojo de su padre, en aquella odiada matriz de piedra.
Lo primero que indagué fue el origen de Agartta. Los habitantes no sabían contestarme. No sabían gran cosa. Inherente a su sociedad era una progresiva decadencia intelectual. Las escasas tablas de arcilla que constituían todo registro estaban incompletas, escritas en lenguas y símbolos que ignoraban. Rotas. Las generaciones, como a capas, iban olvidando los conocimientos de nuestro futuro: los más complejos se habían perdido antes, y quedaba un saber cada vez más primitivo, parejo a su contemporáneo exterior. Logré encontrar a una joven depositaria de mayores conocimientos históricos, transmitidos oralmente a través de (y erosionados por) los siglos. Pregunté sobre la fundación de Agartta, y me habló sobre el fin del tiempo.
Ante mi desconcierto, me instó a imaginar el tiempo con la forma de un planeta: que yo, como los demás residentes de su superficie, sólo era capaz de desplazarme hacia el sur. Sabía que me aproximaba al Polo Sur, y debía figurarme adónde daría el siguiente paso una vez llegase. Es una aporía: no se puede ir al sur del Polo Sur. Su actitud era la de quien fractura un concepto en metáforas para acercarlo al entendimiento de un niño o un subsahariano. Explicó que, así como el pasado es vasto pero finito, llegado un punto de mi futuro la dimensión temporal del universo acaba. Habiéndolo anticipado, sus ancestros (mis descendientes) crearon la ciudad en la que el tiempo va en dirección opuesta, para que la humanidad no muriese nunca.
Señalaría ese coloquio como el comienzo de mi senectud, el tornarse curiosidad en aprensión. En más, escuchar "nunca", decir "siempre", adquirieron para mí la insinuación de nuevas facetas que no estaba enteramente dispuesto a ponderar.
Los habitantes, por el contrario, no tenían escrúpulos. No sentían la necesidad de aislarse del mundo antagónico. Cruzaban la rueda y el corredor y la rueda. Cruzaban también otras ruedas que daban a otros valles o montes (intuí, si bien no medí con rigor, que la separación entre distintas salidas difiere si se mide en el exterior o en Agartta). En ocasiones alguien salía, y en ocasiones volvía. Habitantes que me habían parecido semejantes, acaso parientes, eran la misma persona, separada en el tiempo por los corredores. Conversaban entre sí despreocupadamente. Yo supe que la aceptación de un hecho tan aberrante nunca iba a estar a mi alcance; me prometí anotar minuciosamente mis ubicaciones y horarios con tal de evitar todo contacto con identidades pretéritas. A veces un habitante refería una conversación incompleta que yo no recordaba haber iniciado. Me esforzaba por desoír tales huellas de mis sombras.
Un niño se interesó en mi equipo fotográfico, y evidenció conocer los mecanismos mejor que yo. Le decepcionó saber que el resultado de su procesamiento eran imágenes en escala de grises. Cuando objeté que reproducciones polícromas ya existían gracias a ensayos de James C. Maxwell, el niño prometió recordar el nombre; prometió entrar a la rueda, algún día, para enseñarle los colores, para que mis congéneres pudieran disfrutarlos.
Comprendí que no sólo personas atravesaban los corredores, sino, con ellas, fragmentos de conocimientos, de causas que se cruzarían con su propio efecto. Consideré cuántas de nuestras novedades no eran sino reflejos del olvido progresivo en Agartta. Terror inabarcable: mi misma existencia había comenzado sólo porque así lo permitiría la combinación precisa, minúscula, de interacciones entre las personas que me rodeaban en ese momento y yo. Mi nacimiento era al unísono ineludible y sujeto a una prodigiosa improbabilidad que oscilaba ante mis ojos.
Vi lo que eran, todos ellos: células cancerosas en el cuerpo de la humanidad. Crecimientos antinaturales torturando la historia. Pensé en matarlos, matar a Agartta y a su incertidumbre. Sin embargo, no pude convencerme de que la propia ciudad no constituye de algún modo los cimientos de un universo frágil. Intuyo que Agartta es la inhalación de Dios, el reverso de un mismo movimiento en el que exhala nuestro tiempo, aunque yo apenas puedo comprenderlo en la medida que un átomo de oxígeno comprende los vientos cíclicos de los que forma parte.
Así, la humanidad se nutre infinitamente de sí misma. Seguirán saliendo y entrando hasta el final de su tiempo, el comienzo del nuestro (y ambos son uno en circunferencia). ¿Llegaría alguna vez a quedarse vacía Agartta? ¿O permanecerían dentro hasta notar, de nuevo, que se aproximaba el último día, el Polo Norte, y que el exterior era inimaginable e inhabitable? Pero en tal caso, ¿qué harían?
Supe la respuesta el último día de mi estancia y de mi nombre. Perdido entre pasajes oscuros cuyo fin no encontraba, toqué en la pared una rueda que no había visto antes. La crucé, y otro corredor, y otra rueda. Sin embargo, no había salido al exterior.
Vi una sala cúbica, de diez yardas de lado, una penumbra sin origen y, en la pared de enfrente, un espejo: desde el suelo hasta el techo, con la anchura de dos hombres.
Me acerqué para examinar lo que debía de ser un espejo perfecto, pues era indistinguible dónde empezaba en el suelo. Extendí la mano para tocar su superficie. Sin embargo, no había ninguna. Y la mano que mi reflejo había extendido no estaba frente a la mía, sino en el lado opuesto de mi cuerpo. Un cuerpo tan congelado como el suyo.
Callé y miré esos ojos de nadie, y su mueca delató mi punzante comprensión. El momento del último desastre: cuando el espejo entiende que es un hombre… y viceversa.
En ellos vi la molécula de oxígeno. Vi que nadie nunca se ha pertenecido a sí mismo.
Yo soy parte de Agartta, el mismo cáncer, aun habiendo nacido fuera. Acaso también aquellos que nunca la conocieron son la misma infección, por muchas generaciones que los separen. Tú, durmiente de Éfeso, te encierras en la gruta pretendiendo escapar de ti…
Retrocedí sin un sonido, dejé atrás las Montañas de la Luna y a Linwood Lyall, y pasé el resto de mi vida olvidándolos mal. Me siguió el vértigo de una humanidad que es infinita en fracciones y sin descanso.
Alguna ocasión, de niño, me entretuve persiguiendo palabras en un diccionario. Buscaba una, y luego buscaba una de las palabras que la definían, y una de las que definían a aquella. Alcanzado cierto punto en la sucesión, alcanzada una suerte de círculo, dejó de producirme entretenimiento y dio paso a una angustia hueca.
Mi cuerpo se apaga, y no me aflige una falta de fe. Al contrario, lo que temo es que mi alma siga para siempre el mismo camino en el que está perdida mi mente, el de los tiempos que se comen entre sí. Temo volver a vivir la vida, la mía y la de la humanidad, al revés, y de nuevo, sin fin. Dios me perdone: temo que mi alma sea eterna. Un vacío, un punto sin dimensión, sería mi descanso divino. Porque eterna es la línea que forma una circunferencia.
(Hallado en un sobre, junto con dos fotografías casi completamente quemadas, entre los efectos personales de Alexandre Saint-Yves, Marqués de Alveydre.)