HAY UN LUGAR ESPECIAL
—Te dije que no íbamos a llegar a tiempo para el arroz de mi madre y viste que llevaba razón: cuando nos sentamos a la mesa ya estaba frío y asurado.
—Bueno, Ani —replicó José a su mujer—, yo también te dije que había que echar gasolina en el depósito. Hemos ido a noventa por la autovía hasta que encontramos una puñetera gasolinera donde repostar.
—El coche lo cogemos los dos, Pepín.
—Sí, pero esta semana solo lo has utilizado tú, para tus clases de Pilates. ¿Es verdad o no?
—Pa’ti la razón. Oye, ¡mira! Un autoestopista.
—¿Qué hará ahí solo? Ani, ¿lo recogemos?
—Como quieras, Pepín. Con ese traje y esa corbata no creo que sea ningún delincuente.
José y Ana eran la típica pareja de casados españoles, con hipoteca, mileuristas y sin hijos. Ella era una treintañera de aspecto normal, delgada, morena, con el pelo corto y una cara mona. Su mayor anhelo, de un tiempo a esta parte, era ponerse implantes de silicona y hacerse una cirugía estética para parecer más sexy. Su marido, que se podría describir físicamente como delgado, moreno, con barba y una incipiente calva en la coronilla, iba cada semana tres días al gimnasio para reducir la pequeña barriga cervecera que le había salido últimamente. Quería parecer más atractivo para su mujer y que no le abandonase por otro si al final ella se decidía a operarse las tetas.
—Buenas, ¿a dónde se dirige? —preguntó José al extraño hombre trajeado que se había acercado al coche.
—A la casa de un amigo. Está a unos veinte kilómetros de aquí, siguiendo esta misma carretera —respondió el autoestopista.
—Suba, le llevamos.
El hombre entró, se aposentó en los asientos traseros, en la parte central, y cerró la puerta antes de ponerse el cinturón de seguridad.
—Soy Ana y este es mi marido, José. ¿Cómo se llama usted? —preguntó la mujer mientras reanudaba la marcha.
—Astaroth —respondió el nuevo pasajero con voz profunda y leve acento exótico.
—Curioso nombre —comentó Ana—. ¿Sus padres eran ocultistas?
—Algo así —respondió evasivamente el extraño.
—¿Has visto, Pepín? Tengo un sexto sentido con esto de las ciencias ocultas. ¿Te dije que mi amiga Clara se ha pasado a un culto de la Cábala? Tenía la mosca detrás de la oreja, hasta que un día…
—Perdone, Astaroth, con ese traje y por esta carretera, ¿es usted representante y se le ha estropeado el coche?
—Eso es, ¿cómo lo ha adivinado? Es usted muy perspicaz.
—¿Has visto, Ani? Tengo un ojo clínico, es igual que cuando me presentaste a tu hermano y te dije que era gay. Hasta que no salió del armario no me creíste.
—Sí y me lo has estado recordando desde entonces.
El extraño suspiraba mientras observaba los continuos reproches entre ambos, basados en sus trapos sucios familiares, hasta que decidió interrumpirlos.
—José, creo que tiene el desvío a 5 kilómetros de aquí.
—Sí, lo veo allí. “Próximo desvío a Möbius: 5 km”, pone. Pero me voy a asegurar con el mapa. Ani, ¿puedes sacarlo del compartimento de tu puerta?
—Claro que sí, Pepín. Oye, aquí pone que este mapa es de 2010 —comentó con disgusto mientras se lo daba a su marido.
—¿Y qué? La carretera a Möbius seguirá estando en el mismo sitio; si no, ¿cómo vas a llegar allí?
—Tendríamos que haber comprado el GPS de serie para el coche, ya te lo dije…
En ese momento, Ana vio que salía de su pecho la punta de una espada y, a continuación, su sangre a borbotones. Giró la cabeza para pedirle ayuda a José, pero era inútil. Astaroth le acababa de cortar el cuello con una daga, y solo pensaba en taponar inútilmente la herida con las manos. El coche, sin nadie que lo controlase, se salió de la carretera y acabó empotrado contra un árbol, convirtiéndose en un amasijo retorcido de hierros, plásticos y cristales rotos. Astaroth salió por su propio pie del vehículo siniestrado, abriendo la puerta trasera derecha con una violenta patada, que la arrancó de sus goznes. Mientras se alejaba ileso del lugar del accidente, se sacudía el polvo de su traje, que no presentaba el más mínimo rasguño.
Un coche solitario avanzaba por la carretera a Möbius en el crepúsculo del día. Dentro de este, una pareja discutía en voz alta.
—Ya te dije, Pepín, que no hablaras con mi padre de futbol. Sabes que es “colchonero” hasta la muerte —le recriminaba Ana a su marido mientras conducía el BMW que habían comprado con una financiación a quince años.
—¿Y qué culpa tengo? Soy “merengue” desde siempre y me ha estado restregando durante toda la tarde las fotos que se hizo en el museo del Atlético. Al final, le tuve que preguntar que dónde estaban las que se había hecho con las copas de Europa, que si se le habían borrado.
—¿Es verdad eso? ¿Se le borraron las fotos? —preguntó Ana, que no había captado la ironía en las palabras de su marido.
—Mira que te lo he dicho veces, que el Atlético… ¿Ese hombre nos está haciendo señas para que le recojamos?
—Creo que sí.
—Pasa de él.
—Con ese traje no me parece que sea peligroso. Además, me resulta familiar —replicó Ana mientras iba frenando el coche para arrimarse al arcén.
—Buenas, ¿me pueden acercar a ciudad Möbius?
—Claro que sí. Guapo, ¿cómo te llamas? —preguntó Ana con picardía.
—Astaroth. Muchas gracias por recogerme.
—Ani, esas confianzas… —protestó José en voz baja.
—Astaroth, hum, ¿eres israelí? —siguió preguntando Ana de forma cordial.
—De esa parte del mundo, sí.
—¿Ves, Pepín? Desde que mi amiga Clara se metió en lo de la Cábala…
—Perdonen, pero es que tengo un poco de prisa. Esta tarde asisto a un curso de la empresa y no puedo perdérmelo —interrumpió Astaroth.
—Ningún problema. ¿Para qué están los doscientos caballos de este coche si no es para disfrutarlos? —le dijo Ana a Astaroth al tiempo que le guiñaba un ojo.
—No, no me refiero a eso. Es que hoy tendré que matarlos antes.
—¡¿Qué?! —exclamaron Ana y José al unísono.
Ya era tarde para reaccionar. Volvieron sus cabezas simultáneamente hacia el extraño pasajero, pero solo les dio tiempo a ver que de las manos de Astaroth habían salido sendas bolas de fuego dirigidas hacia ellos. Si hubiera habido alguien más en la carretera hacia Möbius, habría visto como el BMW estallaba en llamas. A continuación, al aparecer una curva cerrada en la carretera, el coche se salió recto, se detuvo en medio del campo y siguió ardiendo con gran intensidad, al estar alimentado el fuego por la gasolina del depósito. Instantes después, la puerta trasera derecha se abrió y Astaroth salió tranquilamente de la pira infernal en la que se había convertido el vehículo. No mostraba ninguna quemadura porque su piel y su ropa eran completamente ignífugas. “Jodidas fibras sintéticas. No se quemará, pero este traje atrae más el polvo que mi antigua túnica”, pensó mientras se sacudía el hollín que se le había posado sobre la chaqueta.
Tras torturar a unos cuantos condenados más, Astaroth tuvo que completar su jornada asistiendo al curso Empalamiento: mejor duración que sufrimiento. Se sentó en su pupitre y vio al mismo Lucifer en persona presentar al ponente principal del curso: el príncipe Vlad, más conocido como Vlad el Empalador. Pensándolo bien, si Dios elevaba a la santidad a muchos humanos, ¿por qué no iba a darle Lucifer el mismo tratamiento a aquellos que se habían distinguido por su especial maldad? Por supuesto, Lucifer no hacía ayudantes a todos. Solamente a aquellos que habían hecho grandes contribuciones al mundo de la tortura, el asesinato y el sufrimiento humano.
—Es un grave error que, llevándonos por las prisas, dejemos la estaca terminada en punta —explicaba Vlad durante su intervención—. Siempre hay que redondearla un poco y si podemos limar las aristas, mejor. El sufrimiento debe durar días; si la hacemos puntiaguda entrará muy rápido, rompiendo las arterias y venas principales, y provocando el desangramiento inmediato.
—Vamos a ver, llevo miles de años empalando humanos —replicó Asmodeo, que se sentaba al lado de Astaroth—, ¿va a enseñarme algo nuevo, príncipe Vlad?
—¿Ha considerado el tipo de madera de la estaca? En general, la mayoría son hipoalergénicas, pero las de esta tabla le provocarán al empalado un shock anafiláctico, matándolo en minutos —replicó Vlad.
—Eh, no, no lo sabía… —respondió Asmodeo de forma titubeante, sorprendido por la inesperada pregunta.
—¿Veis? —intervino Lucifer— Os traigo a los mejores expertos, así que haced el favor de prestar atención y no murmuréis tanto. Vamos a aprovechar esta interrupción para hacer un descanso: tenemos quince minutos para tomarnos un café. En el pasillo está instalado el catering.
—¡Qué cabrón el príncipe Vlad! No me esperaba esa respuesta —le dijo Asmodeo a Astaroth mientras salían del aula.
Astaroth iba a decirle algo a Asmodeo, pero se contuvo en el último momento. Tras servirse un café con leche y un pastelito de crema observó cómo Lucifer pasaba a su lado sin dirigirle la palabra, mientras saludaba a otros demonios de menor rango que él. En ese momento, se inició una discusión en la mesa de enfrente.
—¡Has cogido dos cruasanes! —dijo Judas Iscariote, camarero del catering, a uno de los diablos.
—¡Serás chivato! —replicó Azazel, el demonio aludido, al tiempo que con un rápido movimiento de su cola puntiaguda le atravesaba el corazón a Judas.
Se formó un gran barullo cuando el cuerpo de Judas se cayó sobre los postres y desparramó las tazas. Lucifer se acercó rápidamente a la mesa a poner orden.
—¡A ver! ¡Llamad a Bruto y a Casio para que vengan a limpiarlo todo y a servir estas mesas! ¡Ven aquí, Azazel! Por dejarnos con un camarero menos, te encargarás tú solo de la organización del curso Coaching proactivo. Os recuerdo a todos que se celebrará el mes que viene y que será de asistencia obligatoria, como este. Recordad que los pastelitos están contados, no cojáis más de uno por demonio.
Otro día más en la carretera a Möbius. Astaroth acudió puntual, aunque estuvo a punto de no llegar a tiempo. Su supervisor estuvo un buen rato reprendiéndole, ya que no había respetado la duración mínima exigida de sufrimiento para los condenados.
—¿Me llevan a Möbius? —preguntó Astaroth.
—Por supuesto —contestó José, que estaba al volante en esa ocasión.
Tras entrar en el coche, Ana se presentó a sí misma y a José, aunque sin tanta familiaridad, como el día anterior.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Ana.
—Astaroth.
—Le parecerá una tontería, pero creo que he tenido un déjà vu. Tengo la sensación de que no es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Estuvo de Erasmus en la Universidad de Atenas? Aunque, si lo conocí allí, posiblemente no le recuerde. Iba borracha, de fiesta en fiesta, casi todo el tiempo y ligaba con chicos de todas las nacionalidades. Para no estropear nuestra relación, le dije a Pepín que lo dejásemos ese año, aprovechando que él también se iba de Erasmus, a Cracovia. Se lo pasó muy bien allí, con las polacas. No me contó mucho al volver, pero sus amigos me dijeron que rubia que veía, rubia a la que le tiraba los tejos…
—Por favor, Ani. ¿Qué va a pensar Astaroth de nosotros? Además, fui yo quien te dije que lo mejor era cortar ese año.
—Perdona, pero la idea fue mía —replicó Ana.
Astaroth, tras suspirar de vergüenza ajena, sacó una cuerda y empezó a estrangular a Ana.
—Pare el coche ahí, si no quiere que la asfixie —ordenó Astaroth a José.
—Vale, vale… Pero, por favor, no nos haga daño.
José paró el coche y salió por la puerta el primero, como le indicó el demonio. Le siguió rápidamente Astaroth que, tras liberar a Ana, corrió a abrirle la puerta y a sacarla mientras ella se masajeaba el cuello. Astaroth desenvainó, aparentemente desde la nada, una gran espada y obligó a Ana y a José a arrodillarse para proceder a atarlos.
—¡Por favor! ¡No nos mate! —suplicó Ana.
—Ya te dije que no debíamos recogerle —le recriminó José.
—¡Silencio! —gritó Astaroth al tiempo que dejaba a José inconsciente con un golpe de su antebrazo izquierdo.
Astaroth tardó un buen rato en preparar las estacas y asentarlas firmemente en la tierra. Mientras, golpeaba de vez en cuando a Ana para hacerla sufrir. Les quitó, a base de zarpazos, los pantalones a ambos y puso al hombre en la primera estaca, con fuerza demoníaca. No le gustó el resultado. José recuperó el conocimiento, chillando con gran dolor, para seguidamente volver a desmayarse por el shock. Por entre sus piernas corrían ríos de sangre y su cuerpo, inerte, se inclinó hacia atrás. “Mierda. Recuerda lo de quitar la punta de las estacas”, pensó Astaroth. Con Ana la cosa fue mejor. Chillaba y chillaba, sin perder la conciencia, mientras se clavaba la estaca muy lentamente en su cuerpo.
—¿Por qué nos haces esto? —preguntaba Ana, con la voz rota por el dolor, mientras miraba a su marido muerto, con el palo sobresaliéndole por el pecho.
—¡¿Que por qué lo hago?! Porque hay un lugar especial en el infierno para todos los cansinos que tienen en vida el “ya te lo dije” siempre saliendo de su boca.
—¿Cómo? —preguntó desconcertada Ana.
Mientras Ana se retorcía de dolor, a su mente acudió el recuerdo de su muerte en el mundo de los vivos: el BMW se estaba despeñando por un barranco y, antes del impacto final contra las rocas del fondo, se giró hacia José para gritarle: “¡Ya te dije que este no era el camino!”.
Astaroth, tras mirar su reloj, decapitó a la mujer con un solo golpe de su espada. Llegaba tarde al curso Prevención de riesgos laborales al manejar azufre fundido.
Al día siguiente, Astaroth esperaba con resignación a que apareciera el BMW por la carretera a Möbius. Había trabajado durante milenios en ese círculo del infierno y nunca había tenido un encargo tan difícil como el de torturar a esa inaguantable pareja. Sabía que tenía pocas posibilidades de ser ascendido o promovido a otro puesto, por lo que tendría que soportarlos durante siglos y siglos, hasta que esos condenados pasaran a otro nivel. Oyó el coche, que se acercaba a lo lejos, y, poco después, lo vio aparecer por la solitaria carretera. Suspiró profundamente y, mientras se preparaba para su papel, recordó con gran disgusto y arrepentimiento la frase que nunca debió decirle a Lucifer tras ser expulsados del paraíso: “Ya te dije que a Dios no le iba a gustar nuestra rebelión”.
