Miela abrió los ojos.
Aún era noche cerrada, pero la había asaltado la pesadilla de costumbre.
Se quedó quieta por unos momentos, las manos cruzadas sobre el pecho, mirando el techo de su habitación. El sudor perlaba su piel, y su pecho se agitaba por una respiración acelerada, pero pudo ver rápidamente que ya no estaba en el infierno en su cabeza. No se encontraba vestida para la guerra, corriendo sobre los tejados de edificios en llamas, oyendo los gritos de los pobres desgraciados que intentaban huir del incendio que devoraba la ciudad y, en lugar de encontrar una escapatoría, acababan atrapados en callejones sin salida. No sentía el calor quemándole los pies a través de sus botas, ni tosía por el humo que amenazaba con ahogarla, ni intercambiaba disparos con los tiradores enemigos en la fortaleza que el ejército intentaba asaltar.
Poco a poco, los malos recuerdos cayeron de su ser igual que el sudor, deslizándose hasta caer sobre la cama, o ser absorbidos por el camisón marrón que llevaba puesto, basto pero cómodo.
Con un suspiro largo venido de las profundidades de su ser, Miela se levantó de la cama, abrió la pequeña ventana que daba a la noche de la ciudad, y descorrió la cortina. El aire fresco de la noche le resultó maravillosamente placentero al apoyarse con los brazos sobre el alféizar de la ventana. Las estrellas, que más o menos eran las mismas allá donde se encontrara, tranquilizaron los latidos de su corazón. La palangana y la jarra de agua sobre la mesa que la viuda Sonsol siempre dejaba en su habitación cada noche le fueron útiles para refrescarse, y para recuperar lo que había perdido sudando.
La habitación no era lo único que pertenecía a la viuda. La amable anciana le había ofrecido el camisón que se ponía para dormir, y algunas prendas más que ella había llevado en su juventud y que ahora no le quedaban tan bien. También había empezado a poner la palangana y la jarra de agua en su habitación cada noche al poco de acoger a Miela. La joven soldado lamentó que probablemente empezara a hacer eso después de que Miela la despertara agitándose por las pesadillas, ya que su anfitriona dormía en la habitación debajo de la suya. La viuda jamás le comentó nada, y realmente no le extrañaba. Víctor le había recomendado que se hospedara con ella, y mientras que ella guardaba su silencio habitual, avergonzada por su poco dominio del idioma local, la viuda hablaba con ella. Con educación, y con un ritmo y tono muy cuidados, pero... hablaba mucho. Y así, Miela había llegado a saber que dos hijos de la buena mujer se habían buscado la vida trabajando en Puerta de Baldur, una hija se había casado con un comerciante que se la llevó a otras tierras desde las que le escribía cartas, y el hijo menor...
... el hijo menor se había unido a los Suicidas Carmesíes. Y la pobre señora Sonsol lo había visto por última vez tres semanas después, cuando había marchado con una docena de compañeros a matar a un ogro y habían vuelto la mitad. Sin el muchacho.
Max y ella habían sido conocidos hasta entonces. Un día, Miela encontró una lanza y una espada ocultas detrás de un armario, cubiertas de polvo y telarañas. La lanza estaba astillada, casi partida en dos. Teniendo en cuenta lo poco que hablaba la anciana de Max, el tono con que lo hacía las pocas veces en que lo mencionaba, y el destino de su hijo... bueno... la joven se imaginó rápidamente lo que significaban, y decidió que era buena idea olvidar esas armas con tanta resolución como lo había hecho la viuda.
En lugar de importunarla con una curiosidad infantil, Miela se aprestó a ayudarla como una buena huésped.
Volvió a la cama, pasó el resto de la noche razonablemente bien, y al día siguiente salió con la señora Sonsol a comprar.
Cuando no tenía misión con los Suicidas, a Miela no le molestaba para nada ayudar a la viuda. Aparte de sus ejercicios de armas, tenía bastante tiempo libre, y la viuda apenas le cobraba a pesar de darle habitación, comida y ropa. ¿Qué menos que asegurarse de que algún desgraciado cortabolsas no robaba a la viuda, y llevarle un poco de la compra si era menester? Al fin y al cabo, al final compartían los estofados que preparaban una u otra, aunque la anciana todavía estaba intentando que Miela le pusiera algo más de carne y especias a los suyos cuando cocinaba.
De modo que las dos andaban por el mercado, con Miela en pantalones, camisa y chaleco, espada y daga bien presentes para desanimar a rufianes varios (y sus dos pistolas colgadas por si las cosas se ponían difíciles de verdad). A veces se preguntaba de dónde sacaba la viuda tanto dinero como para no cobrarle más a la joven extranjera, pero era de imaginar que sus hijos le mandaban algo, que ella debía tener ahorros, y que quizá Max también le mandara una pensión... ya fuera por sus servicios en los Suicidas, o como compensación por su hijo. Pero algo le decía a Miela que la señora Sonsol antes le tiraría el dinero a la cara a Max que permitirle darle ni medio cobre. Y de todos modos... bueno, Miela experimentaba cierta alegría y orgullo al pensar que le hacía compañía a la mujer. Buena compañía, además.
@sora63
Mientras recorrían callejuelas y pasaban junto a tenderetes que empezaban a parecerle más familiares de lo que se habría imaginado nunca, la señora Sonsol y Miela no pudieron evitar detenerse un momento al reparar en que dos tipos hablaban con una chica muy joven. La muchacha vestía de una forma tan extraña que atrajo la atención de las dos mujeres al mismo tiempo, aunque lo siguiente fue la pinta de los dos tipos que hablaban con ella: unos hombres que rondarían la treintena, con unas sonrisas confiadas que no les gustó nada, y unas ropas amplias, de mala calidad pero perfectas para esconder algo dentro. O dicho de otro modo: que los dos desconocidos vestían como atracadores o algo peor.
"¿Maine? Qué va, chica, no me suena de nada. Pero tengo un amigo cochero que seguro que sabe por dónde queda..."
Los atracadores intercambiaron una mirada que puso sobre aviso a Miela, especialmente cuando se percató de que la chica llevaba una venda sobre los ojos. ¿Una joven ciega? ¿Sin mejor compañía que ésos dos? No, espera, con ella había un animal. Un perro, que miraba atentamente a los hombres y no parecía nada cómodo.
"Mira, sólo tienes que seguirnos, permítime..." Uno de los hombres le puso una mano en el hombro a la chica y empezó a empujarla con suavidad hacia un callejón. El animal empezó a gruñir, y a moverse despacio, manteniendo a ambos hombres a la vista, pero hasta que demostraran ser un peligro mayor...
La viuda decidió no esperar. Con brusquedad, empujó a Miela. Sorprendida, la soldado se giró hacia ella, pero la viuda sencillamente le indicó que se pusiera en marcha levantando el mentón hacia el callejón. Miela dudó. Al fin y al cabo, todo eso no era asunto suyo...
... por eso se sorprendió a sí misma cuando unos momentos después, ya dentro del callejón, Miela puso la punta de su daga en la espalda del villano que empujaba a la chica. El hombre se detuvo dando un respingo, pero tuvo la presencia de mente para no darlo hacia atrás. Parecía que por experiencia, supo que lo siguiente que tenía que hacer era levantar las manos. Su acompañante notó su reacción y vió a Miela, pero antes de que pudiera hacer algo más que abrir la boca, se encontró con el sugerente brillo de la espada de la soldado levantándose despacio desde el suelo hacia él. La punta del arma y los ojos dorados de la veterana despidieron el mismo destello letal.
"Eh.. eh, por favor, un momento..." El acompañante, viéndose con la punta de la espada a la altura de la entrepierna y subiendo, levantó las manos en gesto apaciguador al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza, pero Miela no estaba para bromas.
"Idos al inferno, comemedas."
El atracador con la daga en la espalda, creyendo a Miela distraída, se revolvió. Lo único que consiguió con eso fue que Miela apartara la daga, esperara a que terminara de girarse, y le clavara el arma en el estómago con un empujón firme. El atracador dejó escapar un gemido y llevó las manos a la empuñadura del arma, que Miela ya había soltado. El otro rufián no tuvo tiempo de decir que se rendía antes de que la soldado le ensartara el pecho de parte a parte, mostrando una falta de misericordia que sin duda habría aterrado a la joven ciega de haber podido ve la escena. Sin detenerse, Miela se lanzó contra él, embistiéndolo contra la pared para que no tuviera tiempo de reaccionar, el frotar de los ropajes y la sorprendida y dolorida exhalación del villano probablemente indicando a la chica invidente que algo horrible estaba pasando. El pobre desgraciado contra la pared aún no entendía qué estaba pasando cuando Miela retrocedió y, aprovechando su inercia, le sacó la espada del cuerpo para a continuación clavársela al primer herido. Éste había caído de rodillas y levantó la vista justo a tiempo de ver la hoja entrarle entre el cuello y la clavícula, buscándole algún órgano vital. No lo encontró, pero el estropicio que dejó a su paso la espada al entrar y salir fue demasiado para que su cuerpo siguiera funcionando. Su sangre empezó a brotar de una forma que Miela, para decepción propia, ya no encontraba repugnante en absoluto.
Los dos hombres quedaron tendidos en el suelo, tomando bocanadas de aire con desesperación mientras se desangraban.
La señora Sonsol entró en el callejón y pasó entre los dos hombres mientras Miela ponía al primer herido boca-arriba para sacarle la daga de las tripas y rematarlo a degüello. El olor a sangre empezó a impregnar el callejón mientras la viuda se acercaba a la chica ciega. Tenía los ojos abiertos por el espanto gracias a lo poco que había visto del trabajo de Miela por el rabillo del ojo. Cuando la envió a intervenir, no se esperaba esto. Miela, que vio su reacción de pasada mientras se dirigía hacia el segundo hombre, lamentó eso... pero así eran las cosas en los callejones, y no era ella la que había querido entrometerse en primer lugar.
"Disculpa, querida, ¿necesitas algo? ¿Estás bien?" La viuda preguntó con preocupación. A pesar del horror, controló su voz de forma francamente encomiable. En otras circunstancias, Miela se habría preguntado si solía ser actriz, pero estaba ocupada con el hombre al que había ensartado con la espada para entablar cortesías. El hombre estaba sentado, apretándose la herida, y al verla acercarse la miró, aterrado, y trató de gritar. Miela le dió una patada con todas sus fuerzas en el estómago que lo acalló al instante.
Lo siguiente fue rápido y definitivo. Y Miela lo odió porque este hombre no había cometido otro error que tener un compañero idiota. Pero así es la muerte.