King no podía ver nada, ni tampoco abrir los ojos. Cuando despertó, se encontró flotando en una negrura absoluta, cálida y reconfortante, que parecía tocar cada célula de su ser. Sentía también a Bailey, abrazándolo contra su pecho, rodeándolo con suavidad y cariño. Pero también había alguien más. Un tercer ser que rodeaba a ambos con sus brazos, que los quería y los protegía, y que King creía reconocer... y en quien su fueron interno le decía que podía confiar.
King no se sentía tan feliz y en paz desde que estuvo en el útero de su madre, rodeado de sus hermanos de camada.
El perro casi estaba exultante de felicidad, y la pregunta de dónde se encontraba exactamente parecía flotar perezosamente en la periferia de ese espacio que compartían Bailey, el ente desconocido pero amable, y él mismo. La duda le era tan irrelevante como un pez que los mirara desde la lejanía.
Sin embargo, aquello que los abrazaba a Bailey y a él abrió los brazos lo suficiente para dejar que King, incapaz de moverse, empezara a separarse. Parecía que una marea invisible lo empujaba. Al principio no se preocupó, porque parecía algo natural, pero cuando los dedos de Bailey se aferraron a su pelaje por un momento, demasiado débiles para mantener el agarre y evitar que se alejara, un pinchazo de miedo se clavó en su mente. Sintió su corazón later cada vez más rápido conforme flotaba, apartándose de su ama, hermana, y casi madre. Para un perro como él, había poca diferencia: Bailey era casi todo su mundo. Y a medida que se alejaba, el calor disminuía. Trató de mover las patas, pero ahora todo el cuerpo parecía pesarle. Estaba recuperando el control, podía empezar a patalear, pero sentía que era demasiado tarde y Bailey se perdía en las tinieblas, ocultándose a su vista.
Con un último esfuerzo desesperado, con el corazón y el nombre de Bailey en la garganta, King puso todas sus fuerzas en patalear. El líquido que lo envolvía empezó a perder densidad y logró hacer más y más distancia gracias a su esfuerzo. Hasta que al fín, antes de darse cuenta... su cuerpo logró romper la superficie del agua.
Entonces supo que algo andaba mal de verdad.
King empezó a abrir los ojos mientras continuaba pataleando por la superficie de lo que intuyó que era agua. No fue algo fácil, sobre todo porque la luz del día lo cegaba. Poco a poco, mientras seguía nadando, pudo ver dónde se encontraba. Estaba nadando en lo que parecía ser una charca en un bosque. Una charca profunda, alimentada por una cascada humilde pero que no dejaba de verter agua en ella. Tras pelear con el agua y pasar entre nenúfares por unos momentos, King atravesó un grupo de cañas y salió del agua al fin, sus patas tocando tierra firma y una suave alfombra de hierba.
Empezó a toser, expulsando con dificultad flema y líquidos que naturalmente no conocía, para a continuación empezar a sacudirse por un irrefrenable instinto canino. Antes de pensar siquiera en lo que estaba viendo. O sintiendo.
Su cuerpo ya no era el mismo que antes. Podía intuirlo. Se sentía más... grande. Más fuerte. Más sensible a su ambiente. Sus oídos y su sentido del olfato, que siempre habían sido excelentes, parecían ahora llevarlo a una nueva cota a la hora de leer sus alrededores en su mente. Sus ojos funcionaban como siempre, eso sí. Y con estos nuevos sentidos, lo primero que hizo fue ver y oler a las docenas de animales que rodeaban la charca, mirando el agua. Conejos, ciervos, pajarillos... una auténtica audiencia de docenas de animalillos lo observaban con curiosidad y algo de preocupación, pero sus ojos iban de la charca a él y viceversa. Sabían que era peligroso, pero algo exigía su atención, y King sintió curiosidad. Tras rodear las cañas para poder mirar qué estaba ocurriendo, se sentó y se unió a ellos en mirar fijamente lo que dominaba ahora su mente.
Una masa difícil de describir flotaba en el agua.
Su forma era vagamente similar a la de un huevo, y parecía componerse de algo similar a la miel. Era un líquido dorado en la superficie, donde la luz del sol penetraba en ella un poco y provocaba la aparición de puntos de luz y burbujas. Sin embargo, la luz no lograba alcanzar el interior y mostrar lo que se encontraba en su centro. En lugar de ser un huevo perfectamente consistente, la miel se esparcía por el agua de la charca, creando hilos dorados que se disolvían en ella.
King se decidió a esperar, tumbándose sobre la hierba y descansando la cabeza sobre sus propias patas. Su cuerpo le parecía extraño... distinto... de buenas maneras, principalmente. Aparte de un momento de debilidad mientras nadaba en la charca, la verdad es que se sentía perfectamente, hablando de su físico. Sin embargo, su preocupación excedía esa percepción con creces.
Bailey se encontraba dentro del huevo dorado.
Era un hecho innegable. Lo sabía en el fondo de su alma animal porque él mismo estaba ahí hace un momento. Gimió de preocupación, observando el huevo sin saber qué era, o qué hacer. ¿Debería volver a entrar en él? La idea lo tentaba, ¿pero y si lo rompía? Era mejor esperar... ¿pero estaba Bailey bien ahí dentro? ¿Necesitaba que la rescatara, o saldría del huevo igual que había hecho él? Su preocupación rozó la obsesión mientras su cola apelmazaba la hierba detrás de él a golpes. Una cola más larga y peluda que la que solía tener, pero eso le importaba entre poco y nada en ese momento. Sencillamente aguardó, impaciente y nervioso como estaba, uniéndose a los demás animales en su vigilia.