Pizz
Pizz no pierde tiempo. Con un movimiento rápido y silencioso, recoge las monedas de oro esparcidas sobre la mesa, sus dedos verdes y hábiles deslizándose entre ellas como si fuera un juego. Las guarda en su bolsa con un brillo de satisfacción en los ojos mientras Rossy, en su hombro, emite un leve chillido de aprobación.
Sin detenerse a inspeccionar más, retrocede hacia la entrada de la habitación. Sus movimientos son fluidos, como si hubiera memorizado cada detalle del lugar en el poco tiempo que estuvo dentro. Llega al pasillo y desanda el camino, deslizándose por las sombras hasta la escalera de caracol. En lugar de bajar directamente, se encamina hacia las columnas del templo, usando los pliegues decorativos como escalones improvisados.
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Rossy se agarra a su cuello con su cola, equilibrándose mientras Pizz trepa con agilidad. Primero las columnas, luego las figuras esculpidas en los muros: ángeles, santos, y gárgolas sirven como puntos de apoyo mientras el goblin escala con precisión milimétrica. Finalmente, alcanza la ventana por la que había entrado, ahora un oscuro portal a la libertad.
Con cuidado, coloca a Rossy en un saliente cercano y se asegura de que el cristal del vitral, que había dejado apoyado contra el muro, esté intacto. Lo recoge y, con esfuerzo, lo vuelve a encajar en su lugar. El suave clic del cristal al asentarse en el marco es lo único que rompe el silencio.
Pizz lanza una última mirada al interior, como si se despidiera de un escenario donde acaba de ejecutar su acto maestro, y luego se desliza hacia el exterior.
Se mueve con rapidez, zigzagueando por los callejones poco iluminados, con el sonido distante de sus pasos ahogados por el murmullo de la noche. Finalmente, la familiar silueta de la posada aparece ante él. Sin llamar la atención, Pizz se desliza por la puerta trasera y sube a su habitación, satisfecho con su botín mientras Rossy, emocionada, emite pequeños sonidos de triunfo.
Pizz obtiene tres monedas de oro y siete de plata.