Bailey sostiene el móvil en el aire, sobre su rostro. Está recién duchada después de una carrerita por el bosque con su perro, y ahora su pelo rubio, radiante y salvaje como siempre, humedece la almohada mientras lee los mensajes. Al fin, deja escapar un suspiro.
Aislinn O´Shea. Bailey no la conocía de nada, y ahora que dicen que está desaparecida siente un pequeño pinchacito de vergüenza y de interés. Ojalá no le haya pasado nada. ¿Cómo se sentirán sus padres en ese momento? ¿Sabe ya su hermana en Boston lo que ha pasado?
Bueno, realmente nadie sabe qué le ha pasado a Aislinn, ¿no? Quizá ni siquiera la propia Aislinn...
Ese fugaz pensamiento inquieta un poco a Bailey. Prefiriendo no pensar en ello, la chica deja escapar el móvil de entre sus dedos. Al minuto de dar éste en las sábanas de su cama, Bailey se levanta y a los pantaloncitos excesivamente cortos y la camiseta negra un tanto insuficiente que lleva puestos añade una chaqueta de chándal blanca que se cierra hasta el cuello, casi totalmente, antes de deslizar sus pies al interior de unas suaves y vergonzosamente rosadas zapatillas de andar por casa (las caras y orejas de conejo directamente están puestas a mala idea). Entonces, antes de salir de su habitación, recoge su móvil y lo mete con facilidad en el enorme bolsillo de su chaqueta.
Bailey sale al pasillo de una mansión de época del siglo XIX. Madera pulida y decoración de buen gusto, aunque eso a Bailey le da igual. Es su casa, y eso es lo que importa. La chica de 17 años recorre un pasillo iluminado de una manera reconfortante por lamparitas discretas y de bajo consumo que sustituyen a lo que una vez fueran linternas de llama. Pasa por delante de varias habitaciones antes de descender unas escaleras de caracol y asomarse al cuarto de estar.
El salón que utilizan su padre y ella para la vida diaria es enorme, pero el espacio que de verdad ocupan es pequeño: la chimenea, con un televisor enorme encima, una mesa de café demasiado grande en comparación con lo que uno esperaría, un sofá mullido, y el sillón de King. El joven Border Collie, blanco y negro, avispado y adorable como pocos, parece estar viendo una película de guerra en la televisión cuando percibe su presencia, y su oreja se sacude por un instante. El animal levanta la cabeza y mira en su dirección, y Bailey reprime una risita. Mientras Bailey avanza hacia el sofá, King mueve la cola con alegría, aunque no la suficiente para levantarse de su cómodo descanso. Al menos no todavía.
Alan Bruer está sentado en el sofá, de espaldas a la puerta por la que ha entrado Bailey. El padre de Bailey no es muy fan de las películas bélicas, pero las noches de un escritor en parón pueden invitar a probar cosas nuevas. O al menos eso se le ocurre a Bailey. El caso es que de espaldas a ella y con tiros y explosiones delante, no es de extrañar que King se diera cuenta de su llegada mucho antes que su padre. Bailey da la vuelta al sofá, y con movimientos prácticamente entrenados se acurruca junto a su padre, que se ajusta sus gafas con una mano mientras extiende su otro brazo sobre los hombros de su hija. No pudo evitar notar que la chica aún tiene el pelo húmedo, pero antes de poder decir nada, Bailey ya le ha puesto delante la pantalla de su móvil, con los mensajes sobre Aislinn.
"Dicen que ha desaparecido una chica de onceavo curso."
A mitad de frase, King se une a padre e hija sobre el sofá, reclamando su lugar en el regazo de Bailey. En otros tiempos, tiempos mejores, más dulces y felices, ese regazo habría sido el de Carrie, la madre de Bailey. La joven posa su mano suavemente sobre la nuca de King y le rasca detrás de las orejas con una sonrisita suave y agradecida. Para Bailey, Alan y King son su refugio en un mundo a veces extraño e inquietante.