Bailey
Bailey disfruta de pasear con un brazo entrelazado con uno de María, y con la chica invidente llevando sobre su cabeza la boina de Milly. Casi pueden compartir el calor corporal, aunque el sol empieza a hacer eso innecesario, y probablemente lo haga incluso molesto en un rato. Aunque la ropa de Bailey es excelente para el invierno, y de calidad, será algo incómoda cuando las temperaturas suban. Sin embargo, por el momento, la joven rubia es una fuente de calor que además huele bien.
Esclavo y King las preceden, y gracias a eso tienen el espacio para moverse cómodamente y pegadas hasta el barrio donde vive el tío de Milly.
Lo cierto es que Bailey se imaginaba otra cosa de un tipo que hablaba de leyendas y asuntos raros por la radio, y al que la policía acababa de detener. Al ver por dónde vive, la chica abre los ojos, bien atenta y un tanto sorprendida. "Jo tía, si vive en el barrio de Santa Úrsula..."
A Bailey no se le ocurre pensar en lo irónico de que ella precisamente diga algo así.
Pero aparte de eso, va más pendiente de los perros que de otra cosa. King y Esclavo tienen sus deberes bien claros, así que no se ponen a jugar como tontos, sino que van haciendo lo que tienen que hacer. Así, el grupo no tarda demasiado en llegar a su destino.
Una vez dentro, Bailey le quita su boina a María con suavidad y la guarda en su bolso mientras espera a que Milly les abra paso. Eso da a Bailey la oportunidad de mirar a Ronan de reojo... o al menos de intentarlo. Resulta difícil mirar a la gente de reojo y sin que se den cuenta cuando te están observando todo el tiempo. Para Bailey, Ronan tendía a ser... como alguien que desaparecía a la vista. Lo cual era raro porque ocurría incluso cuando Bailey hacía el esfuerzo de fijarse en él. Sin embargo, la joven rubia ya había notado que le interesaba claramente, de alguna forma. El problema era que Ronan no decía nunca ni pío, y Bailey acababa distrayéndose. Por ejemplo, cuando atisba la mirada del portero, seguida de su comentario y la sonrisa nada reconfortante que dirige hacia la adolescente.
Bailey sencillamente responde a esa sonrisa con una propia, normal, casi de circunstancias. Una sonrisa congelada que Bailey ha aprendido a sacar de su interior como si fuera algo que guardara en el frigorífico. Inofensiva pero vacía, que tendía a detener las atenciones de los hombres precisamente por la inquietante manera en que empieza en sus labios, pero acaba mucho antes de llegar a sus ojos de color azul claro. Un azul que en ese momento parece pertenecer a algo que nada en las profundidades marinas, lejos de la vista de otros seres pero deseoso de mostrarles unos dientes afilados.