María
Zopilote se limita a girarse con toda la dignidad del mundo y se pone a mordisquear unas matas de hierba. Ni se inmuta. Como si dijera: "Ese tema no va conmigo, bonita".
En lo alto de la colina, el osolechuza alza la cabeza. Es enorme, una mezcla imponente de fuerza y sabiduría, con las plumas desordenadas y las garras hundidas en la tierra. Sus ojos anaranjados brillan como dos carbones encendidos mientras fija la mirada en María. No parece tenerle miedo, ni tampoco rabia, pero la observa con una intensidad que pone los pelos de punta.
Durante unos segundos no se mueve. Luego, sin apartar la vista de ella, mira a sus crías, que juegan cerca de una de las piedras rúnicas, y finalmente clava los ojos en las armas que llevan algunos de los compañeros de María.
No hace falta que diga nada. Ni gruñidos, ni movimientos bruscos. Pero su cuerpo se tensa ligeramente, como un resorte a punto de saltar. El mensaje es claro: aquí no se pasa con espadas y arcos. Si quieren algo, tendrán que merecérselo... y sin parecer una amenaza.
Desde lo profundo de la caverna, se escucha un sonido sordo, como un golpe de pezuñas pesadas contra piedra. Luego, un gruñido grave y lejano, casi un suspiro arrastrado por la oscuridad. No es fuerte, ni amenazante, pero resuena en el pecho como el eco de algo grande y antiguo.
Los oseznos alzan las orejas y miran hacia la entrada con curiosidad. El osolechuza, en cambio, no se gira, pero sus plumas se erizan ligeramente en la nuca, como si su cuerpo ya supiera que no está solo en la guardia. La cueva parece más honda de lo que parecía desde abajo. Demasiado honda.
Una brisa húmeda y tibia, cargada de musgo y pelo mojado, sopla desde dentro.
Algo —o alguien— más habita ese lugar.